59. MONSTRUO

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Una bola de fuego estalló contra la tierra levantando vapor y chisporroteos. Saeta relinchó y se paró en las patas traseras; fue tanto el impulso, que el heraldo cayó de su silla y fue olvidado por su montura que corrió hacia la espesura.

Casi sin aliento, se puso de rodillas con la cabeza dándole vueltas mientras intentaba encontrar el origen de esa amenaza. La segunda llamarada, aún más grande, iluminó el espacio entre los pinos y se dirigió directo a él desde el cielo. Rodó sobre el piso logrando esquivarla a tiempo. Al chocar de nuevo con la tierra ya caliente, la hierba sobreviviente crepitó con furia. El heraldo se incorporó sintiendo la cabeza más ligera. El movimiento brusco había provocado que la corona se zafara y los broches se abrieran dejando caer la capucha a sus espaldas.

Por un momento no vio más que un aire viciado por enormes volutas blancas.

—Es mejor que detengas esto —logró hacerse oír, pese al siseo de las llamas. Su voz era neutral, pero fuerte.

Otra bola de fuego obligó al enviado a retroceder tambaleante antes de que las llamas lo rozaran. La oscuridad y el viento no le ayudaron a adivinar de dónde provendría el siguiente ataque.

—¿Por qué la Diosa te deja desamparado en estos momentos? —las palabras retumbaron desde la espesura—. ¿Por qué no te protege?

—Muestra tu cara.

—¿A caso no recuerdas mi voz? ¿O sólo es otro engaño?

El heraldo atisbó a ambos lados en busca de algún posible refugio. Seguía estando en espacio abierto.

—Dime, ¿por qué no te protege? —exigió el otro, instantes antes de que el ataque se repitiera. El fuego, que acompañó cada frase cargada de ira, siguió cayendo a centímetros del enviado. Éste hizo todo por esquivarlo, esforzándose por no resbalar mientras exigía a su cuerpo saltos imperiosos y giros improvisados—. ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡Dímelo!

En una de tantas embestidas no logró ser lo bastante rápido; el fuego estalló frente a él y una luz ardiente lo encandiló. Se cubrió el rostro entre gemidos, haciendo lo posible para no acercarse a los rincones incendiados. Podía sentir el calor acechándolo, el lugar no tardaría en ser consumido.

—Yo sé por qué no te protege —gritó la voz con remarcado desprecio—. Porque no eres real. No sé cómo lo has hecho, no alcanzo a entender qué tipo de poder puede imitar esa clase de milagro; pero estoy seguro que no es auténtico, algo como tú jamás podría provenir de un acto divino.

El heraldo apartó sus manos y descubrió sus resentidos ojos. La oscuridad se había vuelto tan profunda que no logró percibir los desniveles del suelo. Trastabilló y cayó de costado, salvándose por poco de uno de los tantos pequeños incendios. A medio incorporar, una bola de fuego, más grande que todas las anteriores, encendió el firmamento. Len-krei esperó lo inevitable, no podría creer que todo estuviera siendo tan sencillo.

Tan rápido como se lo permitieron sus reflejos, el heraldo alzó las manos y atrajo la escarcha y el agua de la atmósfera reproduciéndola hasta formar una gruesa barrera contra el fuego. Del choque de ambas fuerzas elementales se desprendió una explosión de vapor.

—Lo sabía, siempre lo supe —la voz del hombre se escuchó más cerca esta vez. A su diestra el enviado, quien terminaba de erguirse, distinguió una torneada silueta.

Len-krei apareció al otro lado armado para el combate y con la determinación cincelada en su semblante. La filigrana plateada resaltaba, en contraste con el verde de su armadura, y los cuernos del yelmo le daban un toque belicoso a su ya de por sí severo rostro. El unificado tuvo ganas de jactarse. Desde el día que examinó a ese niño de ojos azules siempre supo que la magia fluía por sus venas, una magia peligrosa, pero la capacidad de esconderlo siendo un infante continuó desconcertándolo. «Así es como nos has engañado a todos», pensó para sus adentros, «Tienes un poder que nadie más conoce».

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora