81. UN ENCUENTRO CASUAL

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Rea caminó hasta los pies de un lienzo en especial. Adarén, con su abrillantada armadura de plata, decorado con volutas y líneas elegantes, contemplaba el cielo estrellado con la punta de su sable de hoja blanca en alto. Dedicó una mirada detallada al sacro centinela, desde su extensa cabellera trenzada, su rostro amable de ojos grandes, hasta sus manos de artista. Se trataba de su favorito. Pese al arma que contrastaba con su delicada imagen, le parecía que tenía el rostro más humilde y dulce en comparación con el resto que despertaban en ella otro tipo de sensaciones más intensas o intrascendentes. Frente a Natahel siempre se sentía muy pequeña. Azaet era demasiado agresivo para su agrado, y los mellizos, Ramael y Ratzae, no tenían nada en particular que le gustara.

Bajó la mirada resignada. Había creído que verlo la haría sentir mejor, pero sólo terminó recordándole más la razón de su visita al templo. En los días siguientes Rea no pudo quitarse la idea de la cabeza de que había hecho algo terrible. Pero ¿por qué?, se preguntó. Sólo había pronunciado un nombre, un nombre sacado de sus sueños y que no tenía por qué estar relacionado con alguien de la realidad; principalmente porque lo que soñó era pura absurdez: palacios de cristal, campos brillantes, un niño albino cuyos ojos eran lo único idéntico en el enviado.

«¿Por qué me miraste así?». El heraldo regresó otra vez a su memoria con la mirada turbada que la hizo sentir culpable. Rea era muy observadora, así que pudo notar como ese nombre, esa sola palabra, fue lo suficientemente impactante como para afectar a un enviado. «¿De verdad tenía que ver contigo?». ¡Que locura! Sacudió la cabeza, sin embargo, había terminado por ir a ese templo específico por una razón particular: porque no era un lugar donde el heraldo no estaba hospedado.

No quería encontrarse de nuevo con él, por el temor absurdo a que algo más se desatara. Los últimos dos días tuvo la fortuna de no topárselo, aunque siguió pensando que quizás algún día él se decidiría a buscarla. De alguna forma lo esperó, pero aquél jamás dio señas de que tuviera la intención de hacerlo. Desde el momento en que se dio la vuelta y abandonó la biblioteca dejándola sola con una montaña de dudas, no supo más de su persona.

Rea salió del templo sin obtener ninguna clase de satisfacción. Con una marcha vacía, deambuló por las calles adoquinadas de Sinsonte que correspondían a la zona de clase media, donde casas de dos y hasta cuatro aguas formaban cuadras curveadas al lado de caminos pintorescos.

Divagando en silencio, pasó a una angosta callejuela que descendía hacia el área más arboleada de la villa. Apretó la correa de su bolso donde seguía llevando su diario de sueños. Más allá de haber quebrado la serenidad del heraldo, le asustaba la idea de que los sueños en verdad tuvieran alguna implicación con la realidad.

Se detuvo frente a la fachada de su casa, una vivienda de estructura sencilla, pintada de un color miel claro como el amanecer. Luego de asomarse por una de las dos ventanas que daban vista al interior de la única planta, comprobó si había alguien y respiró hondo para quitarse la sensación de angustia. Mudó de semblante a uno más relajado y cruzó el pequeño jardín hasta la puerta que abrió sin esfuerzo.

—¿Eres tú, Rea? —la voz masculina provino de la cocina.

La cabeza de un hombre de mediana edad asomó del arco que conectaba con el recibidor.

—Llegaste temprano.

—Hoy es mi día libre, tío. ¿Ya lo olvidaste?

Tras un breve vistazo, el hombre alzó una ceja, tan pálida como su cabello rubio. Dejó olvidado lo que estuviera haciendo en la cocina y cruzó la estancia hasta Rea. Llevaba encima un manchado mandil y sostenía un cucharón.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora