60. LA FATÍDICA REALIDAD

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El heraldo constató que Len-krei seguía respirando y se tranquilizó. Acostado boca abajo, no daba señas de que fuera a despertar muy pronto. Entonces pensó si debía sentarse, pese a que no estaba tan cansado como le hizo creer al unificado. Se resistió, se tocó la mejilla ya sanada y exhaló. Aunque se había quitado de encima ese asunto pendiente, no podía eliminar una sensación de amarga insatisfacción.

Dejó que los restos del breve temporal —viento y la aguanieve— terminaran de empaparlos, demasiado absorto para pensar en su siguiente movimiento. Saeta apareció al poco rato totalmente intacto y confundido por la drástica transformación del terreno.

El enviado observó la corona que había encontrado después de un rato y volvió al hombre pensando qué hacer con él. «Podría simplemente dejarlo aquí», se dijo convenciéndose a sí mismo de que ya no era su responsabilidad. Pero si lo abandonaba, eso no explicaría el hueco en la memoria de Len-krei y el cómo fue que terminó a kilómetros de la villa sin recuerdos de lo sucedido. Eso levantaría sospechas y definitivamente dejaría cabos sueltos.

Una marcha se hizo presente, luego de súbitos vínculos con la luz que hicieron vibrar su pecho. Mujer y hombre, ambos de ojos metalizados, emergieron envueltos en gruesas capas de un rojo oscuro, cuyas capuchas los protegían de la fría brisa. Ante su visión el heraldo no se molestó en ocultar su indignación.

—¿Qué hacen aquí?

Previo a su respuesta, hicieron la correspondiente reverencia.

—Pedimos perdón por nuestra intromisión, pero nos angustió la reacción de este unificado y no pudimos quedarnos sentados. Después de vigilarlo un poco, nos enteramos de que lo seguiría y estuvimos atentos por si nuestra presencia era necesaria.

—No ha pasado nada relevante —atajó con dureza—. Probaba si de verdad estaba actuando solo.

La mujer hizo un breve repaso por los pinos destrozados y la tierra desbaratada. Entonces se quitó la capucha. Una cabellera negra saltó a la vista junto con un par de ojos pardos y compungidos sobre una piel morena.

—Parece que se excedieron un poco. ¿No, Orik?

—Déjalo, Muren.

El enviado miró a la mujer y reconoció el aura que había percibido en la puerta de una taberna cuando Len-krei se topó con él.

—Ustedes no debieron venir —bajó la voz con decepción.

—Pero ya estamos aquí, enviado. No hemos desobedecido ninguna orden y ya no tiene caso que nos vayamos sin hacer nada —respondió otra vez Orik, quien parecía ser el más sensato.

Avanzó hasta Len-krei tanteando sus movimientos por si el heraldo les daba otra orden o simplemente los corría. Alcanzó a girar al unificado a quien acomodó de forma que pudiera cargarlo con facilidad.

Muren arrugó los labios y se acercó para ayudarlo.

—Nuestro hijo quería venir. Deseaba conocerlo —comentó ella acomodándole el yelmo al hombre cuyo rostro le resultaba desagradablemente familiar—. Pero no pudimos traerlo; sabemos cuánto le desagrada involucrar a muchos de nosotros.

—Mujer, basta.

La dureza de su marido la obligó a aguantarse las ganas de seguir protestando.

—Él lo sabía —reveló sorpresivamente el enviado con un aire de derrota—. Conocía esa parte de mi historia.

Orik, cuya constitución resultaba más robusta que la de Len-krei, se puso de pie en alarma.

—¿Cuánto sabía?

—Lo suficiente. Dijo que nadie le creyó.

—Pero usted no está seguro.

—No lo recordaba —se oyó molesto—. Pasé más de una década sin pensar en él y en las repercusiones. ¿Qué más cabos he dejado sueltos? Esto nunca lo tuve previsto. Y ahora están ustedes aquí, actuando por su propia voluntad egoísta, con el riesgo de entorpecerlo aún más.

—Enviado —intervino Muren—, nosotros sólo queríamos...

—Llévenselo de una vez si a eso han venido —alzó la mano y la bajó—, sólo... sólo llévenselo.

A punto de agregar algo, Muren fue detenida por la mano firme de Orik. Ya tenían la orden y era lo único que debían cumplir.

—¿Qué pasará con sus memorias?

—Me encargué de ello; tendrá huecos, eso no se puede evitar. Pero ya no necesito que hagan más, no quiero que involucren la magia. Si de alguna forma los relacionan con el suceso lo empeorarán todo.

Muren volvió a examinar al unificado. Años y años de trabajar en la cantina de Job le permitieron conocerlo más de lo deseado. Era duro y correoso, poco sociable y para nada amistoso. No podía culparlo del todo, su aura que reflejaba los estragos de su historia le daba entender la difícil infancia que tuvo, aunque eso no justificaba todas las demás atrocidades. Lo único bueno que podía sacar de esa relación era que le permitió conocer uno de sus mayores defectos.

—Yo puedo hacerme cargo si algo surge —expresó balanceando una daga que se había caído del cuerpo de Len-krei—. Unas cuantas botellas de alcohol es lo único que necesito. Pero es un hombre de consciencia fuerte. Recomendaría unos chequeos semanales.

El heraldo frunció el ceño.

—He dicho nada de magia.

Se colocó corona y capucha.

—Pero es que...

—¡Silencio, ya!

Muren retrocedió hasta Orik a tiempo de ver al heraldo cubrirse la boca para adoptar su papel de hombre sin sentimientos. Reafirmó que se marchaba y se dispuso a dejarlos finalmente.

—Espere —la voz de Orik tembló un poco al detenerlo—, ¿qué hará con lo que sabe ahora?

El enviado montó a Saeta y por un momento se enfrascó en las riendas húmedas y en la respiración cansada del caballo.

—Ya pensaré en algo.

—¿Entiende que... lo que usted pida, nosotros...?

—Les dejo al unificado —sentenció dándoles la espalda.

Orik se abstuvo de preguntarle si era conveniente que se moviera con todo lo que había pasado, pero él no tenía autoridad y su esposa menos con lo inoportuna que fue. Así que lo dejaron marcharse, como dos seres impotentes e inservibles. Una vez solos, Muren se atrevió por fin a alzar la voz.

—No me importa si estás de acuerdo o no —habló con parquedad volviendo al hombre caído—, pero yo voy a hacer algo. No podemos arriesgarnos a que este tipo tenga una regresión y alguna memoria vuelva.

—Muren —suspiró—, él dijo que nada de magia.

Entonces la mujer sonrió con astucia.

—No necesito magia, sólo algo de alcohol.

...

Cuando Len-krei despertó a la mañana siguiente, lo primero que experimentó fue un terrible dolor de cabeza y los músculos rígidos y adoloridos. Tenía la sensación de que había soñado algo, pero no lograba recordar. Solamente se preocupó cuando cayó en la cuenta de que no tenía memoria del momento en que se acostó ni mucho menos a qué hora llegó a su casa.

Pensando que encontraría alguna pista si revisaba su cuarto, caminó hasta su escritorio donde halló tumbadas dos botellas vacías de aguardiente y otra medio llena. Una borrachera de varias horas, eso había sido. Oscilando, fue hasta la ventana para recibir el aire matutino. Con calma se enfrascó en los últimos recuerdos grabados en su cabeza: la imagen blanca del heraldo etéreo y una sensación de alivio que hace décadas no sentía.


El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora