75. EL BENEFICIO DE LA DUDA

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¡Que frío! Seguía temblando aun con lo cubierto que estaba. Ni el saco, ni las dos camisas gruesas que llevaba, compradas a última hora en un puesto de segunda mano, lograron hacerlo sentir mejor. Kroz apretó los dientes asimilando las preocupantes señales; que no soportara las bajas temperaturas no auguraba nada bueno. Se cubrió la boca tras un estertor antes de volver a toser como lo había estado haciendo desde que salio de Hila, un pueblo ubicado entre dos precipicios. Para cuando anocheció, los ataques del clima eran tan fuertes que varias veces se vio obligado a tomar un receso para no caer.

Lo peor era que no había refugio cercano en medio de esa llanura helada. Las ramas de los matorrales eran lo único que sobrevivía en ese páramo, salvo unos cuantos árboles flacuchos que no tenían suficiente ramaje para brindar un buen techo. Estaba en campo abierto rodeado por el murmullo de la noche y el aullido lejano de una jauría de lobos.

Avanzó a pasos lentos y pesados. Los pies se le enterraban hasta las espinillas en la nieve, los dedos entumecidos como rocas. Se rodeó con sus brazos intentando desesperadamente conservar calor mientras presentía otro ataque de tos. Al final, tras una serie de jadeos, se recargó en el deshojado árbol que tenía al alcance.

Terminó sentándose en el suelo, contemplando con deseo las delgadas ramas con las que bien habría podido hacer una fogata, pero no tuvo fuerzas ni la voluntad para intentarlo. Desanimado, recostó la cabeza, tratando de convencerse de que con unos minutos de reposo bastaría para volver a levantarse.

«Me pregunto cómo te encuentras tú», evitó lanzar las palabras al aire como si alguien fuera capaz de recibirlas.

Realizó unas cuantas aspiraciones notando el peso de su pecho como piedra. Se tocó la boca. Aun con las manos enguantadas sintió la sangre seca, brotada quien sabe en qué momento, que manchaba la comisura de sus labios. Las dejó caer en sus muslos helados. Apenas percibía el latido de su corazón.

«No te duermas, no te duermas todavía».

Una marcha rompió el silencio helado junto al aullido, ahora cercano, de animales hambrientos. El primer lobo, un contraste gris contra el blanco azulado del panorama, clavó sus ojos brillantes en su garganta al tiempo que mostraba sus colmillos. El resto de la jauría imitó la acción en tanto acercaban sus cuerpos con pasos cautelosos.

Kroz los miró entonces sin un atisbo de flaqueza o rendición; en comparación a todo lo que ya había soportado, esas criaturas no conseguirían asustarlo ni mucho menos enfrentarlo. El primer lobo pareció entenderlo, pues escondió de pronto los colmillos y retrajo una pata en duda; las orejas bajaron con recelo, el cuerpo le tembló antes de considerar que su vida era valiosa y echarse a correr muy lejos seguido de su manada.

«Perritos listos», les sonrió sin energía, luego de lo cual se puso a revaluar sus opciones. «No queda de otra», decidió dirigiendo su mano al interior de su saco de donde extrajo el ojo de madera que llevaba en el cuello sujeto a una cuerda. Tardó más de lo habitual en concentrarse lo suficiente para vincularse a la tierra y dirigir su influencia al dije. Éste crujió cuando una grieta recta y limpia atravesó su centro; sus mitades se dividieron y fueron separándose como los pétalos de una flor al abrirse, hasta revelar una pluma de cristal con aspecto de diamante, no más grande que su índice. Imprimió el suficiente éter vital para que adquiriera un sutil resplandor; después la miró con aire decaído, meciéndose entre la melancolía y la culpa. Alzó la pluma hacia el frente en una parodia de brindis, la acercó a su boca y sorbió.

La luz bañó su interior y, revitalizante, inundó cada rincón de él. El malestar abrasante de su pecho se fue minimizando mientras era reemplazado por una confortable fortaleza. Se sintió extasiado y animado cuando la energía que perdió durante el viaje en Li-Briden retornó a él de súbito.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora