17. AUNQUE NO LO RECUERDES

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Leila había aparecido en una inmensidad blanca chispeada con virutas de plata. En medio de ello, la mujer levitaba como una hoja suspendida sobre una telaraña. No había suelo ni altura, no había un aquí ni un allá, únicamente un vasto espacio en el que sólo existía ella. Al principio no supo cómo reaccionar. Recordaba haber girado en un vórtice de luz luego de que repentinamente una misteriosa fuerza tirara de ella. Ahora estaba allí, abandonada y completamente sola.

Desecha, se cubrió el rostro. Odiaba la soledad, pero odiaba más tener que volver a un lugar donde ya no la querían y nadie la esperaba.

—Mamá.

Apartó las manos de su cara pensando que por fin estaba enloqueciendo. Esa voz no podía ser de quien pensaba. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y luego parpadearon anonadados.

—¿Resnik?

El muchacho la miraba con un semblante que comunicaba sorpresa y angustia. Leila alzó las manos lentamente temiendo que si lo tocaba con brusquedad pudiera desaparecer. Alcanzó su rostro convenciéndose entre lágrimas que era real; pudo percibirlo, así como su calidez y su respiración. Abrazó su cabeza con la misma dulzura como lo hacía cuando era niño. Sintió el peso de su cuerpo extrañamente ligero, casi insustancial. Pero era él, su rostro, su cabello rizado al igual que el suyo, sus ojos azul verdoso. Era su pequeño antes de que la enfermedad consumiera su cuerpo y la muerte se lo arrebatara. Creyó que le respondería cuando Resnik alzó los brazos, sin embargo, en vez de rodearla, la tomaron de los hombros y la alejaron. Ella quedó desconcertada, su mente apenas estaba procesando el hecho de que ese encuentro no debería estar sucediendo. Sólo ahí reparó también en que Resnik llevaba puestas las ropas con las que lo enterraron.

—Mamá, te tienes que ir —le dijo su hijo con urgencia.

Las palabras le partieron el corazón. Dejó de importarle el cómo, el por qué y el dónde.

—No, no quiero. Me quiero quedar contigo.

—Mamá no lo entiendes, no es posible, él no lo permitirá. Será más fácil si lo haces por voluntad propia.

Leila se aferró a las muñecas de su hijo. En su desesperación, ignoró la oleada de vibraciones que estremeció el espacio y empezó a apagar la blancura. Los destellos de plata estallaron en silencio antes de desaparecer.

Resnik tomó sus mejillas como un adulto que consuela a una niña.

—Madre —sus ojos mostraron compasión mientras las sombras se llevaban la inmensidad blanca y a él—. Mamá, lo hiciste bien, ¿me escuchas? Hiciste cuanto pudiste. Ahora déjame ir, tienes que volver, te están esperando allá fuera.

—Resnik, no me dejes, por favor, no —gimoteó.

Aunque el joven ya empezaba desvanecerse en sus manos, su sonrisa permaneció hasta el último momento.

—Nunca estarás sola.

—Es mentira...

El muchacho le besó la frente y después sólo quedó su voz.

—No lo es, sólo tienes que mirar con más atención.

...

Leila parpadeó deseando no haber recordado aquello: era el gran secretó que había decidido no externar en el confesionario. Se guardó la visión para sí misma por el impacto que le había causado, entre otras razones. El padre Armín ya la consideraba una mujer en crisis, por lo que contarle algo que aparentemente nadie más vio sólo la haría ver como una pobre alma trastornada.

Se persignó de cara al retablo del sacro centinela Ramael, en cuya armadura destacaban las runas cuadradas y rectas que simbolizaban el atributo inamovible de sus virtudes: la voluntad y el temple. El sol del amanecer a sus espaldas arrancaba fulgores ambarinos de su cuerpo y a cada una de las plumas que pendían de sus alas, largas y agudas como espadas. Tachonados con brazaletes cuadriculados, tenía los brazos cruzados sobre el pecho, de modo que las hojas de sus catares sobresalían por encima de sus hombreras. Sobre una de ellas un extremo de cabello rubio pálido, cortado de modo asimétrico, caía formando una media luna.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora