33. VERDADES A MEDIAS

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—Surgieron de la bruma de un dios ingrato. Se presentaron en Lásorat como un pueblo majestuoso y poderoso. Fueron artistas que usaban su magia para engrandecer sus actos y transformar los sonidos de su música en sinfonías incomparables. En el domino de los elementos y la magia de sanación nadie pudo igualarlos. Y, aunque odiaban la guerra y los conflictos, eran maestros en el arte de la batalla. Soberbios, egoístas, guardaron para ellos los mejores secretos protegidos por una deidad con intenciones oscuras. Se hicieron llamar neobeatos en un intento por realzar su ego y jactarse como un credo purificado. Pero el tiempo les daría su merecido castigo. Cuando su Dios fue exiliado del paraíso, también cayeron con él arrastrados por la traición de quien atentó contra la Divina Madre. Sus secretos se desvanecieron con ellos, su futuro prometedor se hizo añicos para sólo dejar ruinas y una fe perdida. Toda una civilización desapareció y con ello una nueva era dio comienzo.

Blantter sonrió de medio lado, seguro de que el relato le había salido con un tono bastante sombrío. Se veía en su cara de satisfacción que disfrutaba cada segundo, toda vez que miraba al hombre disfrazado tambaleándose en su asiento. Quién le mandaba abrir la boca para ofenderlo cuando estaba de tan mal humor. Esa misión que le encomendaron no tenía sentido: buscar a un muchacho, pistas de un mocoso mago renegado, cuando fácilmente lo podría capturar. Pero no, lo único que podía hacer era observar y reportar. La simpleza de la misión lo hacía sentirse rebajado; y lo peor es que nunca tuvo oportunidad de negarse, no si quien dio la orden fue un unificado magno.

Se tomó la quinta copa y sacudió la cabeza, el alcohol apenas le empezaba a hacer efecto. No podía decir lo mismo de su acompañante cuyo semblante estaba fofo y decaído, su frente perlada de sudor. Se preguntó cuánto tiempo más resistiría. Era divertido, al menos, ver que lo intentara. Había pedido que dejaran la botella para servirse a gusto, así que él mismo llenó de nuevo su copa y la del que se había convertido en su acompañante forzado.

Estaba pensando qué otra cosa podía contar para romper el silencio. Ya casi nadie quedaba en el restaurante y los que aún permanecían preferían mantener distancia.

—Casi todos los templos destruyeron sus obras —dijo agitando con suavidad el líquido color caramelo que se revolvió en el interior de su vaso—, pero hay unos que todavía conservan alguna que otra, porque piensan que son demasiado hermosas como para llevarlas al olvido —bufó—. Hermosas, aunque fueron hechas por semejantes monstruosidades —dio un trago más y se dejó llevar por su sabor dulce y amargo—. Debe ser humillante tener que representar a uno de esos, ¿no? Yo diría que...

Al sentir los vínculos de luz y tierra, Blantter abrió los ojos desmesuradamente. Se levantó en dirección a la puerta que en esos momentos se abría. La figura de un hombre emergió cuyas telas susurraron a medida que traspasaba el umbral. Era tan alto que su cabeza quedaba a centímetros de tocar el marco; su cabello platinado sostenido en una coleta le rozaba las caderas y mechones largos bordeaban su elegante máscara.

Blantter se le quedó mirando un momento hasta que creyó dar con el punto. Reconoció la vestimenta de la obra, hecha de la misma de tela sedosa que llevaba el actor con el que estaba.

—Eres ese unificado, ¿no? El que contrataron —dedujo confiando—. Si vienes por él —señaló el hombre sin molestarse en mirarlo—, me temo decir que aún faltan muchas rondas, así que está ocupado. Por cierto, si buscabas intimidarme, créeme que vincularte a la luz y a la tierra no sirve de mucho. No intentes lucir poderoso —dio unos golpecitos a la placa de platino abrochada bajo la clavícula donde su piedra del alma (una perla color nácar) estaba incrustada y circundada por cinco runas elementales.

Blatter tomó el respaldo de la silla dispuesto a acomodarse hasta que dio con algo que no concordaba con el vestuario del actor ebrio.

La máscara, a diferencia de las que circulaban por la plaza y la obra que aún no comenzaba, no era negra, sino blanca y las facciones grotescas habían sido reemplazadas por un semblante templado y fino. Las florituras eran trozos dorados y delicados, y los ojos, recubiertos de cristal, resaltaban como dos brillantes zircones.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora