28. LA LIBERTAD DE DECIDIR

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—Óldevan, te vez pensativo hoy.

El hombre le dedicó una rápida mirada a Faria. Apartó los dedos de sus labios y pasó a recargarse en el respaldo de la silla para que su esposa terminara de retirar su plato.

Ya habían cenado, Anelí dormía, sólo quedaban ellos dos en la espaciosa cocina con muros tapizados.

—Ya te dije que estás perdonado —continúo Faria al tiempo que se colocaba el mandil para lavar los trastes—. A cualquier padre se le puede perder la hija en un festival yal final la encontraste sana y salva. Eso cuenta mucho, enserio —añadió con sarcasmo esperando sacarle una sonrisa.

La verdad era que sí se había molestado mucho al principio cuando el hombre le llegó con la noticia, pero no era dada a guardar rencores, por lo que lo dejó pasar deprisa. Pese a su tono bromista, Óldevan volvió a sumirse en sus pensamientos.

—¿O pasó algo más que no me has dicho?

El hombre sonrió ante la perspicacia de su esposa a quien rara vez se le escapaban las cosas. Apenas le había contado del muchacho que había estado hablando con su hija, al que nunca vio, pero cuyo mensaje lo dejó ciertamente intranquilo.

Se colocó las manos en la nuca, bajo la corta coleta que formaba su cabello recogido.

—De verdad estoy exhausto —exclamó mirando hacia el techo de vigas—. El festival fue todo un caos, y todavía falta desarmar los podios, las tarimas y carpas. Mañana será un día muy pesado. Pensar en eso me baja un poco los ánimos.

—Entonces te prepararé un almuerzo digno de un rey para que no pierdas energía —propuso su mujer. Sabía que el trabajo de su esposo implicaba siempre andar acarreando; él mismo había liderado y participado en el levantamiento de un escenario para una obra durante la madrugada.

—Eso me ayudaría —afirmó su Óldevan sonriéndole de medio lado—. Asegúrate de poner bastante carne.

—A la orden, señor, pero antes déjeme terminar mis propias faenas antes de pensar en qué guiso prepararle.

Rieron y eso lo ayudó a relajarse un poco, hasta que Faria hizo un ruidito que implicaba un pequeño problema.

—¿Qué pasa? —se incorporó y caminó hasta el lavabo de porcelana dónde estaban acumulados los platos de la noche.

—Sólo se acabó el agua —inclinó la palangana—. Iré por más.

—No —la detuvo del hombro—. Yo iré, me servirá para tomar algo de aire mientras tú sigues pensando en que cocinarme mañana.

Le besó la cabeza arrancándole una risilla en el acto. El gesto en el rostro de la mujer bastó para iluminarle la noche a Óldevan, pese a que sus rasgos no iban más allá de los más comunes —redondo, de mejillas hundidas y de nariz abultada—, pero él consideraba únicos y hermosos. Faria, en cambio, degradaba sus características de las cuales no estaba orgullosa y se alegraba de que Anelí hubiera heredado los rasgos más agraciados de su padre, como sus ojos rasgados y la nariz respingada.

Óldevan tomó una de las ollas más grandes que tenían y salió al patio hacia la bomba de agua que aguardaba en la oscuridad. Colocó abajó el recipiente y tomó la palanca que empezó a subir y bajar sin esfuerzo. El agua no tardó en salir, primero a borbotones que luego se convirtieron en un chorro continuo y escándaloso, lo suficiente para que su voz quedara cubierta por el ruido.

—¿Piensas vigilarnos toda la noche?

La persona deshizo el bulto que había formado al arrinconarse al otro lado de un grupo de arbustos.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora