108. UN ACTO INCONCEBIBLE

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Dio un largo paseo por el palacio. Estaba armado como de costumbre, incluso llevaba el yelmo cerrado. Caminó por un pasaje cuyas balaustradas daban a un jardín que él mismo había elaborado para su madre, rodeado de árboles de hojas violetas y troncos con vetas rosadas. Un par de sirenas nadaban con calma en las aguas de un manantial mientras cantaban melodías relajantes.

Él las había puesto allí, justo debajo de la torre donde Écade dormía, para que al despertar y salir fuera lo primero en escuchar. Siempre había hecho de todo para complacerla, su goce era uno de sus principales propósitos.

Bajó la mirada, como alguien que sintiera decepción de sí mismo, e invocó su espada. La hoja cristalina le regresó un reflejo fragmentado de su yelmo astado cuando la alzó para contemplar la esfera iridiscente que constituía su núcleo, entre la hoja y la empuñadura. Hizo descender la espada con suavidad y dibujó un encantamiento a su alrededor, con la rapidez de una pluma sobre el papel, hasta plasmar un septagrama en el suelo con tintes de plata. Dentro de éste despuntó un ojo con cinco plumas en su base, junto a grafías rúnicas que representaban distintos nombres.

El Dios se concentró en la luz y, en una milésima de segundo, apareció frente a una sola e inmensa puerta circular que, cerrada a manera de caja fuerte, estaba hecha de metal tornasolado. Se trataba de un material que no ganaba en resistencia al éter cristalizado, pero volvía más infranqueable el paso según el consentimiento de quienes estuvieran dentro. La decoración era innecesaria, por lo que sólo él símbolo del ojo y las plumas estaba tallada sobre la puerta. El Dios respiró la soledad. Ningún otro objeto ni ser existía en ese plano, como si un fragmento del espacio se hubiera separado y destinado a esa sola puerta.

Dio un vistazo a los alrededores buscando en la blanca nada una presencia inexistente. Entonces introdujo la punta de la espada en vertical, atravesando el metal como gelatina. Con el contacto el pentagrama se iluminó y allí la hizo girar a modo de llave.

La puerta nunca se abrió, en cambio el Dios pasó de estar afuera a introducirse en un parpadeo a una cámara de las más espectaculares que existían en el plano divino. No por los objetos que la poblaran, sino por los actos que se llevaban a cabo dentro.

Se transportó al centro en donde convergían los límites de cinco muros que a partir del techo formaban un prisma piramidal. En cada muro de varios metros de ancho levitaban los sacros centinelas frente a un óvalo con marcos elaborados del mismo metal tornasol. Éstos abrían una rasgadura en el espacio con las dimensiones de su respectivo centinela.

Ningún ser movió ni un ápice de su cuerpo mientras sus miradas seguían a detalle las cientos de escenas que se sucedían, una tras otra, correspondientes a la actividad en Lázorat. Sólo cuando el Dios los nombró a todos, los centinelas reaccionaron y dieron la espalda a sus ventanas. Las imágenes de Lázorat se ralentizaron hasta recuperar un ritmo normal, como si su tiempo se hubiera acoplado al de ellos.

El Dios rememoró mentalmente las identidades de cada uno, sintiendo que al menos eso les debía. Comenzó con el intrépido Ratzae que portaba la armadura de cobre y la lanza de hoja doble; pasó a Ramael, idéntico al anterior, pero con cabello corto y una personalidad más alegre y relajada, que relucía con su armadura y sus katares compuestos de bronce; Adarén les siguió, pálido como ellos, trenzada su melena gris, y portador de la plata y el sable; el cuarto lugar lo ocupó Azaet, con quien el Dios había tenido la última conversación, brillante con sus aditamentos de oro, pero cuya mirada reflejaba la misma inquietud que no lo había abandonado desde su arranque de ira; al final de todos estaba Natahel, el sacro centinela cubierto del platino, , quien no se veía más tranquilo que Azaet mientras sostenía su alabarda de hoja blanca, igual que todas las armas.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora