22. LA MAGISTRADA SECONDO

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—Mi nombre es Barian Velancur, soy la magistrada secondo de Li-Faradai, así que está en buenas manos —exclamó sonriendo la unificada blanca—. ¿Entonces está listo para comenzar con la exanimación?

Empapado de sudor, Laureano apenas pudo pensar en la posibilidad de negarse; aunque lo hiciera, no serviría de nada, dedujo entonces. Ya había tenido la mala fortuna de encontrarse a una magistrada que estaba muy lejos de su jurisdicción, a un océano de distancia para ser precisos, por lo que no tenía caso resistirse.

—Antes que nada, necesitaré que me mire a los ojos, si no es mucho problema —le pidió la magistrada.

El padre suspiró. Levantó el rostro cansado y asustado porque no estaba seguro de los métodos que la unificada terminaría empleando en su examen.

Barian se quitó el casco repujado, blanco y con alas de oro que decoraban sus costados, y lo dejó sobre la angosta mesa. Luego se inclinó recargando una rodilla en el suelo para alinear su mirada con la del padre. Lo primero que éste pensó al encararla era en el contraste perfecto de una dama delicada de sus tiempos. Sus ojos recibieron la imagen de una mujer de frente ancha con un cabello que le llegaba por debajo de los hombros, peinado pulcramente hacia atrás y de un color rubio miel; una línea de tatuajes compuestos por runas bélicas, semejantes a las del sacro centinela de la fortaleza, Azaet, descendía desde su sien izquierda, como una cicatriz retorcida, curveándose hasta el final de su mandíbula; ésta hacía que su cara, de rasgos de por sí rudos, adquiriera un toque más grotesco y hasta chocante, como el óxido en una cuchilla. Pese a las arrugas que marcaban tenuemente la comisura de sus ojos, no aparentaba más de cuarenta años, aunque uno nunca podía estar seguro. La edad de los magos adultos casi nunca concordaba con su aspecto; bien podía tener más de ochenta años y no denotarlos para nada.

El padre se quedó perplejo cuando la magistrada le indicó que levantara su camisa.

—Necesito establecer contacto físico; tranquilícese, no se trata de ningún tipo de acoso —sonrió de medio lado, un gesto algo pícaro y socarrón.

La mujer abrió y cerró las manos, cubiertas por guanteletes de acero blanco y cuero, para indicar que no tenía malas intenciones, cosa que no lo dejó más tranquilo. No quería admitirlo, pero ella lo intimidaba.

Lo más incómodo de todo era que hablaba con un tono despreocupado; a diferencia de los otros dos unificados, no se portaba con la suficiente seriedad que demandaban las circunstancias y su cargo.

—Todo lo que haré a partir de ahora es para saber si su corazón se ha detenido en algún momento. No realizaría este examen si no fuera absolutamente necesario —explicó, creyendo que así lo mantendría calmado.

A regañadientes, Laureano le hizo caso pensando en lo bueno que había sido no estar vestido con su hábito o las cosas se habrían vuelto realmente embarazosas. En cambio, llevaba un saco largo y unos pantalones holgados bajo unas botas deslustradas. La unificada desabrochó el saco y levantó la camisa interior revelando la piel pálida del hombre. Colocó la palma de la mano en el centro del pecho velludo y volvió a repetir que lo mirara fijamente a los ojos

—Manténgase quieto y relájese —ordenó mientras alineaba sus ojos grises que emulaban el brillo de la plata.

Las yemas de los dedos índice y medio de Barian tocaron finalmente su frente. Este acto duró lo que tres parpadeos, pues casi tan pronto lo hizo la unificada retiró ambas manos mostrando un gesto de plena satisfacción en su cara confiada.

A la señal de Barian, el padre se acomodó la vestimenta.

—Al parecer no me he equivocado. Usted, mi querido padre, fue víctima de una muerte momentánea.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora