36. LA FRAGILIDAD DE UN CUERPO

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Danubia se miró al espejo que le regresó su reflejo pálido y ansioso. Lo que estaba sucediendo era su culpa, pero ahora todo dependía de Bravosi. No obstante, desconocía sus planes y en qué lugar quedaría ella. Esa seguridad de que nada ni nadie los detendría, ni los mismísimos centinelas, ni la misma Écade, se había desvanecido en cuanto ella mencionó la vulnerabilidad del heraldo etéreo frente a la magia negra. Una sombra de duda se había sobrepuesto a esa confianza.

Arrojó su velo y su cabello se desparramó en esponjosas ondulaciones. La idea de escapar cruzó varias veces por su cabeza, pero desde el principio eso estaba descartado; sabía que Bravosi podría encontrarla.

Empiezas a arrepentirte.

Danubia se dio la vuelta, pero no encontró a nadie, sólo su cama tendida en la esquina y la ventana cubierta con cortinas. Ayudada por la luz del candil, se aseguró que la puerta estuviera cerrada. ¿Acaso se lo había imaginado?

Aunque me busques no podrás encontrarme, no es así como la gente lo hace. Yo soy quien los halla.

La monja sujetó su cabeza. La voz provenía de dentro, como pensamientos que no eran suyos.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres?

No temas, hermosa —sonaba carismática, pero persistía un tono irónico—, es sólo que ha llegado el momento. Es hora de que florezcas. Sabes que aquí no tienes más futuro.

—¿De-de qué hablas? —dio vueltas en su habitación con su respiración acelerada. Sentía que se estaba volviendo loca.

Oh, lo sabes. Sólo tienes dos opciones, quedarte y sufrir las consecuencias de haber aprendido lo que no debía ser aprendido o venir conmigo y sobrevivir para seguir creciendo.

—¿Quién eres? —estuvo a poco de gritarle.

Que lo sepas no cambiará las cosas. Rápido, debes decidir.

Danubia creyó escuchar pasos. Cuando estos se volvieron más fuertes su corazón se le detuvo por un segundo hasta que finalmente se alejaron. No venían por ella. No todavía. Invadida por la incertidumbre, tomó la decisión sin pensarlo más tiempo.

—¿Qué debo hacer?

Sólo salir, hermosa —la voz sonó complacida—. Fuera de los arcos, fuera de la visión del enviado.

...

El heraldo etéreo fue citado esa misma noche. Mientras se preparaba para cambiarse, un monje viejo y un tanto demacrado le informó que el obispo Bravosi solicitaba su presencia. Lo llevaron pese a lo exhausto que se sentía y, aunque no le informaron para qué quería verlo, en el fondo lo sospechaba.

La puerta con acabados elegantes apareció frente a él después de un rato. El monje tocó anunciando la llegada del heraldo y abrió en el momento en que el obispo les dio el paso. Cumplida su función, el anciano se retiró y cerró la puerta con un leve clic, dejando al enviado a solas con el hombre enfundado en sus ropas sedosas de obispo y un abrigo delicadamente adornado.

—Enviado, debemos hablar sobre algo importante —inició Bravosi. Se mostraba serio, pero su voz estaba impregnada de cierta urgencia—. Por favor, puede tomar asiento.

El heraldo hizo caso. Bravosi carraspeó.

—Perdón que lo moleste tan tarde. Nos hubiera gustado que descansara un poco más —el enviado permaneció serio, lo que el obispo no supo interpretar como una buena o una mala señal. Decidió proseguir pese a sus dudas—. ¿Qué tal su estadía hasta ahora?

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora