99. LA FURIA DE LA LUNA

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El grito la traspasó y de pronto fue como si la agonía del enviado se convirtiera en la suya y la despedazara. Ella también quiso gritar, pero no de dolor, sino para protestar, para que Zet se detuviera y dejara de hacerle al enviado lo que fuera que lo estaba lastimando.

Las palabras de Zet, la identidad de Rem y lo que hizo dejaron de tener importancia frente a su desesperado deseo de que parara. Aunque el alarido del enviado cesó, los espasmos de su cuerpo indicaban que la tortura estaba lejos de haber terminado. Rodeados por una legión negra y silenciosa, sólo Rea logró sentir compasión por él segundos antes de que la realidad se torciera.

Ahogó un gemido en lo que su percepción del mundo se retorcía y se sentía transportada hacia otro punto no muy distante. Fue como si de nuevo la magia la teletransportara, aunque esta vez no hubo luz ni destello hermoso, sólo una fuerza que sacudió su cuerpo, un tirón y de pronto estaba cara a cara con Zet.

Sintió la urgencia de alejarse, pero no tardó en descubrir que continuaba paralizada.

Zet le sonrió mostrando unos colmillos que le helaron la sangre. Fue en el momento en que éste le habló cuando comprendió lo que no cuadraba.

—Ya casi termina, enviado.

Rea chilló por dentro. No era que ella se hubiera movido, estaba viendo lo que el heraldo etéreo. De algún modo imposible sus visiones se habían conectado.

La mirada del enviado y con ella la de Rea, pasando a abarcar lo que le permitió la parálisis de su cuerpo. Se encontró con el frente de los unificados, estoicos ante su reacción; con Yako, que curvaba la boca en una sonrisa confiada; con ella misma, que había abierto los ojos llenos de impacto; y el cielo, cuya luna se veía aún más enorme. Se detuvo momentáneamente en unas extrañas esferas luminosas, semejantes a luciérnagas en vuelo.

Rea no logró explicarse lo que eran. Resplandecían con una luz platinada y dejaban una estela tras de sí como polvo de diamante. Las luces, más grandes que su puño, se extendían por millares, eran incontables y flotaban incluso alrededor de todos ellos, conglomerándose especialmente en torno al enviado. Aparentemente nadie más las percibía mientras esquivaban a los unificados o los atravesaban como si fueran aire.

Tardó en distinguir los cuerpos que poco a poco, con su misma luz, se fueron perfilando. Surgieron torsos, brazos y cabezas con rostros esqueléticos que se diferenciaban en tamaño y complexión, pero compartían una misma consistencia etérea, una sábana traslúcida que parecía cubrir su pena. No terminaron de formarse cuando la vista del enviado bajó exhalando su último hálito de resistencia. Con sus propios oídos, que no eran suyos en realidad, Rea escuchó el ruego desesperado de un hombre que se sabía derrotado.

—Por favor... —dijo el enviado—, por favor, detenlo... todas ellas... se las llevará.

Zet apenas se mostró sorprendido porque fuera capaz de hablarle. Su sonrisa sólo se amplió con sadismo y sus ojos brillaron con retorcida malicia.

—Jamás te pertenecieron —contestó sin una muestra de misericordia—. Nunca debiste acumular tantas para un sólo día. ¿Creíste que así resistirías más tiempo?

En un último esfuerzo, el enviado articuló otra serie de palabras entrecortadas, haciendo que la herida de su mejilla se abriera más y le inundara la boca con sangre.

—Si continuas —sus labios chorrearon y escupió—... si lo haces, nadie aquí ganará... ni siquiera tú.

En un instante, que quedaría eternizado en la mente de Rea, los ojos de Zet se tiñeron de un rojo tan encarnado como la misma sangre que brotaba de la herida del enviado. Sus palabras, antes suaves, se tornaron ásperas y carrasposas.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora