7. LA CULPA DE UN HOMBRE

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Enia tuvo que alzar los bordes de su vestido para acoplarse al paso del padre. Circulaban por el pasillo que los llevaría al jardín lateral. Pese a su edad, el hombre daba grandes zancadas que le hacían difícil a la monja seguir su ritmo.

—Aún no puedo creer todo lo que tiene que pasar, y que Nuestra Señora deje que enferme, siendo el único que nos ha enviado —comentó ya a su lado—. Me parece tan... injusto.

El padre contuvo su aprobación. Fuera injusto o no, había sido decisión del enviado llevar consigo las terribles consecuencias de su tarea. Entendía lo que significaba ser un heraldo etéreo en una era dónde la fe corría el riesgo de morir.

—No debemos cuestionar las decisiones de la Divina Madre —dio como respuesta—. Tiene que ser así, es el peso por llevar siglos de nuestros pecados a cuestas. Agradezcamos que la buenaventura lo acompañara en este episodio de dolor.

—¿Cómo puede decir eso? —preguntó incrédula—. Se desmayó.

—Usted no lo ha visto, hermana, no lo ha presenciado, pero ha tenido episodios peores que éste. Muchos juran haber visto al heraldo convulsionándose y en casos más extremos llorar sangre.

Enia se santiguó. Escribió en el aire, con el dedo índice y anular alzados, un círculo que enmarcó su rostro para después tocarse frente y pecho

—¿Usted lo ha visto?

—No, pero he leído informes de otros templos y les creo. El llanto de sangre no es algo con lo que se pueda bromear.

Juntos torcieron a la derecha y dieron a un umbral por el que se colaba luz a través de una puerta entreabierta. Avanzaron hacia un pasillo externo cuyo techo en arco era sostenido por pilares.

—Pero ¿llorar sangre? ¿Tan terribles han sido?

—Son una agonía, hermana. Ni siquiera podemos calcular qué tan intenso ha sido este, pero fue lo bastante para que se descuidara y no lograra llegar a tiempo a nuestro templo —suspiró. Aunque intentaba no demostrarlo, se hallaba afligido—. Él mismo nos advirtió. Ese día cuando salió a la luz, el heraldo etéreo reveló a los presentes que ese sería el pago por venir al mundo y revivir la sagrada fe. El pago por nuestros crímenes que lo acompañará en lo que le resta de vida.

Deseaba al menos haber convencido al enviado de permanecer un día más en cama. No obstante lo que representaba, seguía siendo tan humano como ellos en muchos aspectos: era un mortal capaz de sufrir dolencias y de enfermar por haber accedido llevar consigo un castigo que ni siquiera le correspondía.

—Nosotros tenemos la culpa. Cedimos a la corrupción cuando Écade se ausentó. Si hubiéramos sido dignos devotos, seguramente no habría mandado a un sólo heraldo. Pero ahora tenemos que ser también testigos de su situación y aceptarlo —miró sus pasos con aire reflexivo—. Entregó su vida, su propia historia para hacerlo, lo que ya implica un gran sacrificio.

La monja asintió sin ánimos de replicar. El padre Otero tenía razón; sin embargo, eso no evitó que siguiera sintiendo lástima por el enviado, quien había comenzado siendo tan joven, renunciando a su pasado y su nombre. Era de admirar tal grado de entrega en un muchacho que se presentó frágil, pero determinado ante un mundo incrédulo.

...

El heraldo casi terminaba de vestirse, faltaba nada más ponerse la corona de platino y piedras preciosas. La sopesó y leyó las palabras labradas en su cara interior: «En su nombre actuamos y su sabiduría transportamos». La corona se acopló cómodamente a su cabeza, reposando sobre sus orejas y dejando a la vista el enorme zafiro frontal. Tras subirse la capucha, tomó las dos cadenas que colgaban de la corona, donde se intercalaban finos eslabones plateados y pequeñas gemas de variados tonos azulados. A éstas las abrochó en los bordes de la capucha a la altura de los ojos como siempre hacía; era una manera práctica de conservar el gorro levantado sin importar cuán rápido cabalgara Saeta.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora