87. RESULTADOS INEVITABLES

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—Lo lamento, está cerrado —respondió el padre Laureano al pedido del muchacho que se mantenía en el último peldaño del templo—. Puede volver mañana y estaremos contentos de recibirlo.

—Por favor, hace mucho frío.

El padre Laureano volvió a pensarse si dejarlo entrar. No era costumbre recibir a indigentes en la entrada principal del templo. El albergue estaba a sólo unas calles, pero algo en el aspecto encorvado del sujeto le hizo ver que no andaba del todo bien. Se aferraba a la manta que lo cubría desde la cabeza, tiritaba y parecía a punto de desfallecer del cansancio. Cuando miró con más atención percibió la sangre que goteaba de su barbilla desde una escoriación infectada.

El padre revisó el firmamento de la noche, donde un eclipse terminaba de esconder la luna. Le pareció cruel seguir negándole asilo en un momento, así cuando ni la criatura más rastrera se atrevía a sortear las salvaguardas de Alarife.

El muchacho hizo un ruido parecido a un sollozo y terminó flanqueando las resistencias de Laureano. Por suerte, su aura no revelaba ninguna mala intención ni nada que supusiera un peligro.

—Pasa —le dio cupo entreabriendo más la puerta que estuvo a minutos de cerrar.

El débil muchacho dio un «gracias» cansado e ingresó arrastrando los pies. El hombre reparó en que apenas olía mal, un sutil aroma a tierra y humedad. Entonces cerró la puerta y se dispuso a examinarlo mejor con la luz de las lámparas que aún permanecían encendidas, apartando restos de nieve de sus hombros. Como el encargado de cerrar y apagar la iluminación ese día, tuvo que detenerse a medio camino luego de que su inesperado visitante tocara sorpresivamente la puerta.

—¿Cómo te hiciste esto?

—Caí —tartamudeó girando el rostro hacia el altar mayor donde una Écade de mármol alzaba la mirada al techo.

El padre chasqueó los dientes.

—Hay que limpiarla o se infectará más. Ven, siéntate un rato —lo empujó suavemente de la espalda hasta la primera banca.

El muchacho tomó asiento sin quejarse, mirada baja y esquiva como si estar allí lo incomodara.

«¿Qué tanto te ha pasado, pobre alma?», sintió ganas de decirle el padre, pensando en el desperdicio de hombre en el que podría convertirse si en circunstancias así se le negaba la ayuda. La indiferencia era una de las armas más hirientes del ser humano, una actitud que te infravaloraba y te hacía sentir más insignificante que la escoria. El heraldo le había dado esa lección.

Había pasado tantos años esperando poder recibirlo, verlo con sus propios ojos y obtener algo de esa esperanza que, muchos decían, infundía con su sola presencia. En cambio, solamente recibió a un individuo apático y sin el más mínimo interés por entablar un vínculo, ni siquiera con él que sabía más de lo que el mundo algún día podría descubrir.

No lo culpaba por tener que mantener esa fachada, sin embargo, el que siguiera atada a ella, pese a haberse encontrado solos un par de veces, le hizo sentir como que su presencia no significaba nada para el enviado. Era menos que una herramienta cualquiera que sólo en ese momento le era útil.

El quejido del muchacho lo trajo al presente, recordándole que no era tiempo de auto compadecerse. Ahí había alguien que lo necesitaba y se fiaba de él para que lo ayudara. Le dijo al chico que esperara mientras traía lo necesario y llamaba a alguien para tratar su herida; luego le daría una habitación y algo de comida para que pasara en paz esa tenebrosa noche.

Llegó hasta el altar mayor listo para esquivar la escultura cuyos rasgos ya tenía memorizados, cuando notó algo extraño en las velas que la iluminaban. Una de las flamas se estaba apagando, a pesar de que por ahí no corría viento. Entonces todas las velas le siguieron, extinguiéndose de súbito.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora