76. FIN DEL VACÍO

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Después de una atareada mañana de entregas, el enviado agradeció ese momento de descanso. Consciente de que no podía saltar sus responsabilidades como heraldo etéreo, tomó su merecido receso en el interior del templo donde múltiples caras de Áltazor Aincoras y santos lo miraban desde todos los ángulos.

Pero él las ignoraba. Tenía fijos los ojos en la expresión cálida de Écade, delante de la cual se había puesto a rezar. Arrodillado en un reclinatorio que habían colocado frente a un fresco de la amada Diosa, tenía las manos en posición mientras fingía orarle a ella y a todo su esplendor, pues, aunque en aparente posición de rezo, su mente divagaba entre todas las cosas que le causaban angustia.

Rezar, tenía que rezar si quería detenerse de hacer entregas y seguir manteniendo las apariencias. Pensó que una hora sería suficiente, era lo que acostumbraba hacer en cada templo y capilla en la que se hospedaba, ni demasiado ni muy poco, sólo lo bastante para conservar su postura como fiel creyente.

Los monjes y demás personas murmuraban a su alrededor, diciendo quién sabe qué cosas que en realidad no le interesaban. Faltaban todavía un par de horas para que cerraran las puertas a los civiles, así que se esforzó en ignorarlos; sólo quería consumir el tiempo hasta retomar lo que había dejado pendiente anhelando que la noche llegara pronto. Volteó disimuladamente hacia el altar mayor donde una única vela iluminaba su superficie. Al observar su desgaste, el enviado calculó que había transcurrido tiempo suficiente, así que decidió incorporarse.

Pasó a un lado del pedestal que sostenía la fuente de agua bendita hasta que de pronto una serie de hondas lo hizo detenerse. Disimulando lo mejor que pudo sus acciones, se giró de frente al agua y sumergió lentamente la punta de los dedos. Unas diminutas manos membranosas sostuvieron su índice el tiempo que lo mantuvo en el líquido; eran azuladas y tenían un aspecto gelatinoso como si no alcanzaran a ser completamente sólidas. Una figura humanoide con aletas dorsales en la cabeza y la espalda salió después; ésta dio doce toques suaves en su mano antes de sumergirse otra vez en el agua y desaparecer.

El enviado comprendió el mensaje y, sin perder más tiempo, palpó su frente con los dedos húmedos y partió a la salida del templo para terminar con las entregas aplazadas.

Horas después encontró a Dandelión a las afueras del pueblo, justo después de dejar el arco un kilómetro atrás. La hora de encuentro era la medianoche, tal como le había murmurado la pequeña criatura del agua. Dandelión inclinó el callado al reverenciarlo, pero el heraldo decidió dejar atrás los saludos e ir directo a lo más importante. Las hadas de luz surgieron de los rincones de los árboles nevados, temblorosas y algo incómodas por la carencia de iluminación y calor que siempre preferían.

—No tenía por qué —habló Dandelión—, yo podría haberlas llamado...

—Es más rápido si las llamo yo —lo interrumpió mientras las criaturas de luz trazaban un círculo alrededor de los hombres y el corcel—. Debemos partir ya. Ordénales a dónde llevarnos, ¿recuerdas el lugar?

—Sí, sé exactamente a donde.

—Entonces hazlo.

Amedrentado por su sequedad, Dandelión asintió.

Sin mirarlas directamente, transmitió su pedido a las pequeñas consciencias de las hadas; al contacto con sus pensamientos, éstas expandieron su luz con sus revoloteos más veloces hasta que el heraldo y Dandelión se volvieron uno con la luz y fueron llevados hacia un recóndito lugar entre las montañas.

Un suelo pedregoso y helado los recibió. La nieve tenía algo de tiempo de haber caído y apenas se acumulaba en los rincones y las salientes que cerraban el acceso a ese hueco encajado entre la piedra. El heraldo empezó a desmontar y fue ahí cuando Dandelión reparó en lo desmejorado que se veía: movimientos lentos y flojos, ojos hundidos de cansancio y una respiración que se partía entre jadeos.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora