12. LO MÁS IMPORTANTE

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Todo estaba a oscuras. El heraldo había llegado al templo luego de esperar a que el eclipse terminara. ¿Por precaución? No, por temor, un ridículo temor acrecentado por las palabras de la criatura oscura.

Después de regresar a Saeta a los establos, en vez de volver a su habitación, se dirigió a la nave del templo donde terminó desplomándose sobre la banca de la primera hilera. La madrugada apenas entraba, el mundo seguía dormido, así que no se preocupó por el ruido pesado que hizo su cuerpo al caer sobre el asiento de madera.

Cerró los ojos con fuerza como si el gesto fuera a desvanecer el mal recuerdo. Los abrió y recargó aún más el cuerpo en el respaldo de la banca, medio cegado por las sombras a las que apenas se adaptaban sus ojos. Odiaba la oscuridad y anhelaba la luz, pero no podía arriesgarse a encender una vela y con ello atraer a alguien.

No valía la pena regresar a su cuarto, se dijo. Ya no podría dormir, ni siquiera quería intentarlo. Aunque sabía que eso le repercutiría en el transcurso del día, ignoró las consecuencias. No le gustaba la idea de dormir y hundirse en una oscuridad que seguramente se plagaría de pesadillas.

Recostó su nuca en el borde y contempló con indiferencia el techo abovedado. Era incapaz de distinguir gran cosa, sin embargo, recordaba con claridad las decoraciones del templo; se lo había grabado a partir de un fugaz vistazo durante su paso esa tarde. Había un vitral circular situado justo en el ábside y sobre el altar mayor, construido para que la luz del día siempre tuviera paso libre al interior de la edificación.

Un septagrama en tonos blancos y azules resaltaba en el centro entre retazos de colores brillantes, aunque apenas era un resquicio del precioso trabajo que hace siglos habían plasmado arriba. Su verdadera belleza como obra de arte residía en lo que rodeaba a esa pequeña ventana al cielo, pintado en el alto techo: los hombres alados con atuendos metálicos que estaban acomodados en cinco puntos equidistantes. Existían tantas obras artísticas sobre ellos que sería imposible para cualquiera no reconocerlos: esos rostros pulcros, esos talles altos, esas claras cabelleras y las alas metálicas que iban a juego con sus brillantes armaduras. El enviado los recordaba a cada uno de ellos extendiendo el brazo derecho para hacer confluir sus manos hacia un sitio en específico: el vitral multicolor y su septagrama.

El heraldo sabía la razón de ese diseño, quien no fuera un inculto ignorante lo entendería. El espacio ubicado debajo del vitral correspondía al sitio donde estaba plantada la escultura de Écade en el altar. Así, cuando el sol brillaba con toda su fuerza en su cenit, la luz proyectaba haces de vívidos colores que se derramaban sobre la blanca superficie de la escultura.

Unos pasos irrumpieron la calma nocturna. Estaban tan cerca que el enviado se sorprendió de no haberse dado cuenta antes. Alarmado, recordó hasta entonces que no vestía el uniforme como debía; había dejado la bufanda y sólo llevaba encima la camisa interior. Ni siquiera tenía subida la máscara y la corona seguía en su habitación.

—¿Noche difícil? —la pregunta lo detuvo al momento que se ponía en pie.

Una luz trémula se coló por la puerta entreabierta que llevaba a los complejos habitacionales. El heraldo desistió de huir, había reconocido la voz. Su cuerpo tenso se relajó cuando el padre Laureano, con vela en mano, asomó el rostro.

—No es buena hora para estar despierto, incluso para un heraldo etéreo.

Se acercó arrastrando los bordes de su bata mientras la llama de la vela iluminaba sus facciones, más dulcificadas de lo que el enviado recordaba. Se veía mucho más abierto y relajado, como si la noche le concediera un momento de paz personal. El padre tomó asiento al lado del heraldo, dejando dos metros de distancia entre ellos.

—Tranquilícese, aún faltan horas para que la actividad del templo empiece.

Al confirmarle que estaban solos, el enviado también se sentó. El padre fijó la vista en la escultura de Écade y el heraldo percibió un ligero torcer de su boca.

—Nunca ha terminado de gustarme —mencionó sin remordimiento—. Desde que la trajeron sentí que algo le faltaba: ese tacto, esa delicadeza que debe poseer una obra hecha con el alma. A pesar del detalle, sólo es una pieza de una larga producción en masa elaborada con magia —soltó un largo suspiro removiendo el dije del símbolo de Écade que rozaba su esternón. Luego lo miró y poco a poco el gesto amable se tiñó de angustia—. ¿Qué hace aquí, enviado? No me diga que estaba preocupado.

El heraldo cruzó las manos y su silencio confirmó las sospechas del padre.

—El eclipse acabó. La ciudad está segura, usted está a salvo y nada ha entrado.

—Pero algún día podría hacerlo —apuntó con cierta frialdad—. Algún día las torres y los arcos podrían no resistir.

—Resistirán, lo han hecho por cientos de años.

—¿Cómo puedes estar tan seguro que durarán más tiempo?

El padre Laureano se encogió de hombros haciendo que la llama de la vela temblara en su mano. Sonrió de medio lado.

—No lo sé, pero pienso que es mejor creerlo que resignarse a lo peor; después de todo, están hechas para proteger lo más importante —volvió a enfocarse en el heraldo con un gesto dulce y natural—. Vaya a dormir, enviado. Si lo hace sentir mejor, velaré hasta que salga el sol —se puso de pie desarrugando un costado de la bata—. Puedo parecer viejo, pero todavía soy capaz de permanecer toda una noche despierto.

El heraldo examinó el rostro parcialmente iluminado del hombre. Las arrugas en las comisuras de sus labios se remarcaban al sonreír y un mechón de canas caía sobre la sien derecha. El enviado terminó tachándose de cobarde a sí mismo, tras compararse con ese hombre cuya confianza había superado la suya. Eso lo hizo sentir patético.

—No hace falta —le dijo incorporándose—. Y olvida todo lo que dije. Estaba algo inquieto; a veces las pesadillas me hacen pensar —exhaló—... no importa. Regresaré a dormir.

El padre, afligido, bajó las cejas, pero no dejó traslucir más allá de eso, como si temiera mostrarle al enviado su inconformidad.

—Que descanse entonces, enviado —dio media vuelta. Antes de alejarse másmiró sobre su hombro—. No olvide lo que le dije esta tarde, hay muchos con los que puede contar.

—Entiendo.

Lo siguió con la vista hasta que el umbral se tragó al padre y la luz de la vela. Sólo entonces dejó caer los hombros y puso atención al vitral donde la luna reflejaba parte de su cara blancuzca.

Pasados unos minutos siguió el camino del padre Laureano. Se detuvo en el umbral listo para adentrarse, la vista al frente. Las sombras se escurrían de las paredes manchando piso, cuadros y techo. Parecía más la boca de una cueva que un pasadizo, una cueva que esperaba ansiosa el momento de arrastrarlo hacia un abismo negro. Era una oscuridad pesada y espesa como aquella que cobró vida y estuvo a punto de arrancarle el rostro; como la sombra que lo taladró con su ojo rojo y dejó flotando una amenaza. El heraldo apretó los puños y obligó a su corazón a calmarse antes de internarse en el oscuro túnel. Oró por que las sombras se mantuvieran inertes.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora