116. ILUSIÓN ROTA

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Yako jamás abusaba de su confianza. Largos años de experiencia le habían enseñado a valorar las cosas con cuidado, a ser calculador y precavido. A veces, claro, daba la sensación de pecar de presuntuoso, pero era solo mera apariencia.

Hablar con el enviado no había sido más que otra táctica. Mostrarse lo suficientemente seguro para que el otro se confiara e hiciera su siguiente movimiento. No era que ya creyera tener la victoria asegurada, pero, así como lo había comprobado con la desesperación marcada en el gesto del heraldo, poseía los conocimientos para, por lo menos esa vez, sentir que tenía el control.

Eso fue lo más estúpido que pudo haber pensado. El control absoluto era algo que ni los mismos dioses podían lograr; pues ese control implicaba dominar por completo al destino, una fuerza que actuaba de forma inevitable influyendo sobre todo ser viviente y suceso.

En su plan, Yako jamás calculó que la desaparición de Etérea representara algo más que un daño colateral sin mayor trascendencia. En su plan, ningún muchacho la salvaba de la muerte, a la que Yako creyó verla sometida tras el estallido de la luna. En su plan, ella nunca se enteraba de la verdad absoluta y no sería lo bastante estúpida para regresar y contraatacar.

Pero cuando terminó de darle las órdenes finales a sus subordinados sobre las últimas modificaciones del encantamiento, comprobó una vez más que nadie era dueño de su propio destino.

Lo primero que sintió fue el temblar de la tierra y después un estrépito de vidrios rompiéndose. Esquivó junto a su potestal la embestida, apenas con tiempo, antes de que una barrera de estacas de cristal destellante los separara de sus subordinados. Estos que no tuvieron tanta suerte y terminaron con secciones clavadas en sus muslos y pechos. Seguían vivos, los vio estremecerse en sus armaduras negras, pero en un segundo dejaron de hacerlo como si la fuerza se les escapara en un suspiro. Entonces, con aparente voluntad propia, los cristales se contrajeron lo suficiente para soltarlos, cuando quedaron inutilizables.

En el acto, Fataen, el potestal de Yako, se posicionó como escudo mientras otra barrera de cristales se extendía a lo largo del encantamiento. Ésta obligó a varios de los unificados a separarse de sus puestos o estacándolos en el mismo lugar.

El caos se hizo de nuevo, de la misma forma que cuando la luna casi estalló sobre ellos; nadie sabía de qué defenderse o a qué atacar exactamente.

—¡Amo, al suelo! —gritó Foneo al tiempo que extendía metal de su muñeca para formar un escudo irrompible.

Algo pasó por encima del hombro de Yako y entonces el potestal ahogó lo más similar a una exclamación de sorpresa; éste contempló un tanto atónito una estaca de cristal perforar su escudo y parte de su antebrazo como si fueran de papel. Extrañamente no había sangre, pero el poderoso unificado no tardó en encorvarse y a estremecerse mientras intentaba infructuosamente arrancarse la estaca.

–Maldición –exclamó Yako cubriéndose tras el cuerpo de Fataen quien cayó de rodillas.

Trató de averiguar de dónde provenían los ataques; no tuvo que buscar mucho. Entre las dos largas secciones de los muros de estacas que brotaban cual espinas, y a una distancia más o menos segura, una fracción de su brigada armaba una trifulca contra los probables causantes.

Oyó varios gritos y aullidos provenientes de los suyos. Cuando miró que los cristales dejaron de brotar creyó que por fin los tenían controlados. Muy pronto reparó en su error luego de que una ola expansiva de viento arrojara varios cuerpos incrustados de esquirlas.

Entre el polvo levantado y las últimas explosiones de fuego y escombros, descubrió fragmentos de los causantes; los cuerpos resplandecían envueltos en el cristal que había derribado a varios de los suyos y a un potestal de alto rango. Los deseos por destrozarlo casi lo impulsaron a lanzarse al ataque, pero con Fataen en su condición lamentable, no tuvo más opción que pedir refuerzos.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora