106. DULCES SUEÑOS

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Era el último día en que se verían por los próximos diez años. Tal como cada cinco décadas transcurridas, Écade se preparó para entrar en su largo sueño. Su hijo esperaría su despertar mientras se ocupaba de todo durante ese tiempo. Lo había hecho antes, muchas veces en realidad, y esta vez no supondría una diferencia, salvo lo que harían después de que su madre despertara. La segunda aparición de la ira de Lázorat había terminado de convencerlo. La causa había sido la misma, una guerra de pequeñas proporciones que fue suficiente para despertar aquella fuerza descomunal de la naturaleza y despedazar una población entera.

Eso fue la gota que derramó el vaso. Por ello se encontraban en la cámara del sueño: una habitación amplia situada en el centro del palacio donde la torre más alta se levantaba. En los muros no había ventanas ni puerta que permitieran la entrada de luz, criaturas e impurezas. No obstante, su interior se encontraba lo suficientemente iluminado para no darle cabida a la sombra en ninguno de los rincones que formaban los seis muros.

En el centro el lecho de su madre esperaba. Sostenida por tres blancos pedestales, figuraba una especie de plataforma ovalada adaptada a su tamaño. Una sábana de consistencia sedosa y apariencia satinada la cubría; por debajo de ella asomaban los extremos de barrotes acristalados que se curvaban en espiral hacia arriba. Por supuesto, aunque la habitación estaba aparentemente situada en la torre más alta, esta no era más que una fachada. Porque en realidad no se encontraba en la construcción, sino en una dimensión aparte. Se trataba de un reducido espacio independiente, creado a partir de los retazos de su plano divino; un lugar que se mantenía aislado y le brindaba a Écade una absoluta seguridad contra cualquier peligro, por improbable que fuera.

Le gustaba ser precavida y lo había sido bastante con la creación de esa cámara, construida de un modo que sólo se pudiera acceder a ella bajo su mandato. Por eso, aunque su hijo estaba a su lado, en el momento en que cerrara los ojos sería inmediatamente transportado al exterior, a su mundo familiar y colorido. No volvería a entrar —ni los mismos sacros centinelas lo tenían permitido— hasta que la década se cumpliera. El hijo jamás le había cuestionado ese deseo, porque sabía que ella nunca admitiría la verdad sobre la razón por la que creó esa habitación: temía ser vulnerable en su periodo de sueño.

Écade subió hasta la mitad de los cinco peldaños que la llevaban hacia su lecho. Suspiró, sabiendo que el momento se acercaba. Su hijo tenía el corazón hecho un nudo por lo que el futuro les depararía a partir de entonces.

—¿Estarás bien durante estos diez años, mi sol? ¿Estarás listo para cuándo despierte?

—Debí estar listo hace tanto —respondió cabizbajo, pero determinado.

Siglos antes le habría parecido imposible tomar aquella resolución tan rápido y con tanta diligencia, sin embargo, la experiencia había dejado una cicatriz interna que despertó en él un sentimiento antes impensable: repulsión por la humanidad.

—¿Cortarás todo vínculo con los tuyos? —preguntó ella.

—Lo haré en cuanto duermas.

La Diosa buscó sus ojos intentando que lo encarara.

—Mi sol, ven, ven —le hizo señas con la mano, ondulando su manga vaporosa.

El Dios, solícito, caminó hasta el primer peldaño aún con la mirada gacha y el yelmo escondiendo sólo parcialmente su cara. La mano de su madre alzó su rostro tomándolo de la barbilla y acarició su mejilla descubierta. El Dios apenas dio un respingo, como si su roce lo asustara.

—Estás indeciso, lo veo en tus ojos —acertó Écade sin molestarse—. ¿Te estás retractando?

—No, no —negó también con la cabeza agitando los cuernos de su yelmo—. Esto debió hacerse hace mucho, pero de no ser por mí... Si no te hubiera arrebatado tanto poder habrías podido hacerlo tú sola y no necesitarías mi consentimiento. Por eso tuviste que esperar y lo lamento, madre.

—No quiero tus disculpas. Eres el mejor regalo que pude haber tenido. Estoy feliz de que al final pudieras perdonarme por ocultarte tanto.

—Tú no tienes la culpa de todo esto... tú no —su mirada se ensombreció—. Así que tampoco quiero tus disculpas. Sigo sintiendo que soy parte de un error. Yo te hice perder el tiempo con mis absurdas ilusiones.

—No, mi sol, —tomó su otra mejilla como su fuera un infante a quien había que consolar—. Sí es cierto que esperé, pero fue porque tu nacimiento me dio esperanza, porque creí que lo lograrías. Eras algo nuevo, algo puro, algo que quizás podría conectarse con los humanos a un nivel que yo jamás logré. Te crie lo mejor que pude para que dieras un nuevo giro a las cosas. Sin embargo, tarde noté que incluso para dos dioses, el cambiar la naturaleza del hombre está más allá de nuestras posibilidades. No hay forma de salvarlos sin que ello implique robar su libre albedrío ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo perfectamente. Y no, madre, te aseguro que no me he retractado de mi decisión. Es que todo esto me hace sentir que también les he fallado a ellos.

Écade frunció ligeramente el ceño, deshaciéndolo sumamente rápido para que su hijo no se percatara.

—Los neobeatos aceptarán el destino que tú les propongas. Mis creyentes serán un asunto diferente. Jamás han sido buenos para aceptar el final.

—Pero incluso tus heraldos...

—Ellos también son parte del problema —respondió con cierta amargura—; sin importar el estilo de vida que han elegido, siguen proviniendo de la misma especie infecta.

Se tambaleó, por lo que su hijo debió ayudarla a subir los últimos peldaños. El Dios levantó los pliegues de su faldón mientras ella se recostaba y esperó a su lado hasta que la creyó cómoda.

—Espérame, mi adorado hijo. Pronto despertaré de nuevo y entonces juntos daremos vida a un mejor mundo sin corrupción ni barbarie; un mundo puro y pacífico, uno sin humanos.

Los barrotes que descansaban por debajo de la orilla del lecho vibraron. Lentamente, como una enredadera, empezaron a desenroscarse y ascender en torno a la Diosa. Antes de que ambas hileras de barrotes se entrelazaran y la sellaran en un capullo durante los próximos diez años, ella le dedicó a su afligido hijo una cálida sonrisa de despedida.

—Hasta dentro de diez años, mi sol.

—Hasta dentro de diez años, madre.

Y entonces los barrotes se estrecharon en un abrazo irrompible, fundiéndose hasta formar un capullo de bello cristal iridiscente. La silueta de una Écade plácidamente dormida pudo verse a través los colores en movimientos. El Dios se despidió por segunda vez de la imagen ligeramente distorsionada de su madre pasando la yema de los dedos por su lecho cerrado.

Empezó a sentir ese jalón familiar que le indicaba que estaba por irse. La dimensión de la Diosa inició el proceso de expulsión.

—Dulces sueños —le dijo cargando el peso de la culpa consigo.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora