123. UN PEQUEÑO COBRO

5 1 3
                                    


Falon recibió la noticia con serenidad, contrario a lo que Yako anticipó. El informe sobre los cinco féretros, el estallido de Zet y la copia perfecta de la esencia de Verzel eran cosas por las cuales valía la pena soltar una sarta de improperios. Pero no el gendarme priore de Li-Faradai, no más.

—Ellos también tenían sus sorpresas, al parecer —comentó Yako, quien sí se veía inquieto y frustrado, de pie ante su superior. El fondo oscuro borraba secciones de su cuerpo, exceptuando el rojo intenso de su cabello y sus ojos metalizados—. Tendremos que cambiar nuestra forma de movernos.

—Tú no decidirás eso —le advirtió Falon con dureza.

—Y entonces qué sugieres —le tocó a él quebrarse.

—Esperar.

—¿Esperar? ¿Es enserio?

—Hay que volver a vigilar sus movimientos desde lejos, sin involucrarnos. Con el uso de ese encantamiento y ahora que el heraldo sabe de Zet, no andará con rodeos. Investigará y si nos acercamos demasiado, puede que descubra más cosas. Por eso esperaremos antes de actuar otra vez o seremos nosotros los próximos en caer en una trampa.

—¿No lo dices particularmente por ti, o sí? —especuló Yako a lo que Falon sólo respondió con un breve fruncir de labios. El otro alzó las manos en son de paz—. Entiendo y estoy seguro que Zet también entenderá —el gendarme detectó el sarcasmo—. Es una lástima que no esté en condiciones para escucharlo en persona ahora, pero me encargaré de darle el mensaje.

—Una de las pocas cosas que haces bien —exclamó Falon antes de cerrar la comunicación, sin molestarse en despedirse otra vez.

El espejo frente a él recuperó su habitual superficie cuando cortó los vínculos y las runas en su marco ovalado perdieron su resplandor de luz y viento. El objeto reflejó su máscara, mas no la frustración remarcada por su mueca tensa.

Se prometió asimismo que Yako no volvería a presenciar otro quiebre suyo. Así que resistió todo lo que pudo hasta que finalmente el espejo volvió a ser lo que era. Entonces desató su ira.

Barrió las carpetas y cuanta cosa había en su escritorio. Se llevó incluso el portaplumas de dragón de oro que el gendarme priore de Le-Mortein le había obsequiado en una de sus visitas.

A medio iluminar en su oficina, se concentró en arrancarse la máscara que tanto detestaba. Las malas noticias se sumaban a un día ajetreado que lo tenía al borde del colapso. La 55ª Cumbre de Unificados Unidos era en una semana y había pasado los últimos días organizando la seguridad del evento. En cincuenta y cinco años no había ocurrido ningún conflicto de grandes proporciones. Aquellos tiempos habían quedado atrás, pero el temor a que ocurriera de nuevo permanecía latente y él debía asegurarse de apagar cualquier chispa de rebelión antes de que comenzara a prenderse.

La seguridad de la cumbre, no obstante, era un trabajo afanoso y poco relevante. Una pérdida de tiempo. Los magos desertores ya no se arriesgaban a atacar lugares potencialmente peligrosos. Y una cumbre repleta de unificados de todos los rangos era donde menos desearían estar.

Arrancada la máscara, Falon, el respetado gendarme priore, observó sus propias facciones, duras y cuadradas, unos ojos verde oscuro como el musgo. Sesenta y un años eran algo, pero gracias a su naturaleza no había muchas arrugas que dieran seña de su verdadera edad. Apenas se notaban unas cuantas líneas de expresión que nacían de la comisura de sus ojos y su boca, todo envuelto en una fatiga tanto emocional como física.

Se pasó las manos por la cabeza y resolló como animal acorralado. Cuando por fin la carga que conllevaba su trabajo empezaba a suavizarse, esa noticia nefasta ya revoloteaba hacia él como un enjambre de abejas listo para emponzoñarlo.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora