92. UNA MISIÓN, UNA PRUEBA

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Lo habían llamado para su nueva misión, la orden fue impartida por el mismo Yako. Mientras se acercaba al lugar concertado, Teonte mantuvo a raya sus inquietudes, agradecido por el yelmo que revestía su cabeza y escondía la dureza de su gesto.

Los pasillos se le antojaban más extensos de lo que recordaba, aunque en su corta estadía ya había pasado bastantes veces por ellos. Tras sus pasos escuchaba la marcha de la pareja que lo seguía. Dos unificados, con edades similares a la suya, que vigilaban su avance ante el disgusto del hombre. Pese a que Yako le aseguraba que tenía plena confianza en su persona, situaciones como esa demostraban una graciosa contradicción.

Estaba harto de que lo escoltaran, pero suponía que debía cumplir con unas cuantas misiones, mostrarse más solicito y lame botas para probar que no pensaba hacer alguna estupidez. Podría haberse jactado de rebelde tiempo atrás, sin embargo, era lo bastante listo para comprender que ya no le convenía hacerlo.

Claro que aún quedaban algunos misterios sin resolver y eso no ayudaba a mejorar su ánimo. Seguía sin saber quién rayos era el primer lord y, por las conversaciones que escuchaba y las reacciones de sus compañeros a sus preguntas, era obvio que todo mundo lo ignoraba de igual forma. Para ellos, Yako era el primero al mando, secundado por Zet, mientras que el primer lord era una presencia constante, pero que pasaba desapercibida, todas sus órdenes traducidas por Yako, su principal peón.

Fue éste quien ahora solicitaba su presencia en una habitación nueva. Pasaron de largo el pasillo que conectaba con la oficina de Yako y hacía mucho que la sala repleta de cuadros también había quedado atrás, por lo que no tenía idea a qué nuevo lugar lo conducirían. Pese a su tiempo en Penumbra, varias secciones permanecían desconocidas para Teonte y en ese momento, con las antorchas proyectando una tenue iluminación que no alcanzaba a difuminar las pesadas sombras del cuartel, nuevamente se le presentaba abismal y desconocida. Era subterránea, eso lo tenía claro, una bien pensada ubicación que escondía los vínculos de los unificados, enterrados bajo kilómetros de tierra y roca, de aquellos que moraban en la superficie.

A pocos metros de cruzar las enormes puertas dobles, la pareja volvió sobre sus pasos sin pronunciar palabra. Teonte supuso que los vería más tarde, cuando lo que sea para que lo llamaran terminara. Retuvo un escalofrío. Era extraño ser escoltado por personas que parecían carecer de identidad. Si bien hacía lo posible por no interactuar, a menos que fuera absolutamente necesario, había comenzado a percibir que la mayoría de los unificados con antigüedad actuaban de forma extraña —sobria y lacónica, rallando en la insensibilidad— como si sus emociones hubieran muerto.

Daban la sensación de estar en un estado de eterno desinterés, semejante a los potestales. Casi no manifestaban emociones, aunque a diferencia de estos no actuaban como marionetas jalados por el control de otros. Sus compañeros unificados aún eran capaces de tomar decisiones.

Eso siempre lo dejaba desconcertado. Podía verlos entrenar, descargar su fuerza en las batallas programadas y, aun así, más allá de ello, no alcanzaba a distinguir otro rastro de humanidad clara.

Exhaló sobre la superficie pulida de las puertas de latón que reflejaban su desganada postura. Enderezó hombros y espalda, preparándose para una misión que probablemente implicaría una ejecución. Todavía no superaba lo del matrimonio y el niño, y a veces, sólo a veces, se preguntaba qué había pasado con el pequeño. ¿Habrían logrado sacarle algo? ¿Viviría?

Tocó la puerta dos veces y ésta se abrió hacia adentro. Traspasó la entrada preparándose para que lo adviniera. La estancia era amplia, pero estaba en su mayor parte oscurecida, lo que ocultaba su profundidad. Yako esperaba a la cabeza en una mesa ovalada, uno de los pocos objetos que llenaban la habitación, junto a las decenas de sillas que la circundaban; todo bajo la luz mortecina de un candelabro, cuyas punzantes agujas miraban al techo. Su nuevo potestal, Fataen, cuidaba sus espaldas, menos alto que el anterior, más macizo y de facciones poco agraciadas. Su frente amplia le aportaba un aire rudo, aunque su mirada inalterable lo mermaba.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora