20. REPULSIÓN

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El enviado salió de las aguas del riachuelo en las que había permanecido hundido por más de medio minuto. El agua resbaló por su torso lampiño y sus brazos, sin sortear la serie de cicatrices blancas que formaban un brazalete espeluznante en su antebrazo derecho.

Se talló la cara haciendo a un lado los mechones que quedaron aplastados en su frente mientras se disponía a pisar tierra. El agua estaba algo fría, pero por un momento se había sentido inusualmente templada, como si el mismo riachuelo alterado la temperatura para él.

Escurrió las gotas de la prenda suelta que le servía de ropa interior antes de volver la mirada a los restos de una estructura abandonada. Fue hacia ella, llamado por una curiosidad insana.

Un par de frases estaban impresas en la parte media de uno de los monolitos para que personas de cualquier altura tuvieran la oportunidad de leerlas. La estructura en sí no era muy grande, tres metros cuando mucho, hecha de pura cuarcita, en cuya cúspide el símbolo de Écade rozaba los límites de la roca que adoptaba la forma de una ojiva.

El enviado volvió a leer el mensaje como si necesitara recordarlo: «La libertad será negada a aquel que desafíe los mandatos de la primera Diosa y la oscuridad será su regazo». Hizo un gesto con la comisura de los labios. La frase, aunque concisa, era un puñetazo en la cara para los que una vez fueron fieles de una fe muerta. Además, revelaba una catástrofe sucedida siglos atrás que, al mismo tiempo que buscaba recordarla, instaba al miedo.

No a él, por supuesto. Él no podía siquiera relacionarlo consigo, atado como estaba a sus deberes y a esa armadura fría.

—Pero nadie es verdaderamente libre, ¿verdad, Divina Madre?

Sin darse cuenta, se llevó la mano al pecho y ahí la mantuvo hasta que fue consciente de su acto. No se había quitado el dije mientras se bañaba, ya que el agua no lo dañaría, pero la mera acción dio muestras de su propia inseguridad.

Dio la espalda a la estructura para atravesar el octágono al que daban forma otros siete monolitos, cada uno con trazos que contrastaban entre sí y simbolizaban un elemento determinado. Al agua y el viento correspondían los trazos más suaves y ondulados; la tierra conservaba líneas más rectas y rígidas, distintas a las de la luz que sufrían algunos serpenteos delicados; mientras que el rayo y fuego ostentaban los trazos más dinámicos y hasta salvajes; para la oscuridad se reservaban los más agresivos, una combinación de aristas y líneas torcidas y enrevesadas que le daban un aspecto caótico.

Llamó a Saeta, ocupado antes con un banquete de tréboles que alfombraban el santuario al aire libre. Sacó sus ropas de las alforjas, aunque no se cambió hasta que estuvo completamente seco.

Antes de montar, regresó hacia el monolito perteneciente al elemento más temido. Verzel no era algo que la mayoría de las personas se tomaran el tiempo de integrar en las obras dedicadas a Écade, pero seguía siendo una parte enlazada a ella y un elemento primordial que actuó en el destierro de la segunda deidad.

Atizó con la voz al corcel y lo guio hacia el sendero que su marcha acaba de crear sobre un suelo forrado de yerba y anémonas rojas. Los árboles escaseaban por esa campiña, pero no así los asensos y declives que le daban breves vistazos de fincas separadas por kilómetros.

Recorridas varias elevaciones suaves, encontró una caravana bañada por los colores fríos del anochecer. Estaba compuesta por tres carromatos con muchos años de uso encima. Dos fogatas encendidas indicaban que llevaban tiempo instalados; algunas personas caminaban de un vehículo a otro en tanto las demás rodeaban el fuego, completamente ajenas al enviado. Torció la boca. Los había escuchado pasar mientras tocaba la noche anterior a los pies de un abeto y lo que menos pensó fue que se los encontraría de nuevo. Por ellos ni siquiera venía preparado, no había ninguna bendición que darles.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora