50. PEQUEÑOS Y GRANDES DESCUIDOS

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El heraldo etéreo se marchó en medio de los tintes pálidos del alba. A trote pausado, atravesó los callejones más escondidos de la Sede para salir por los terrenos traseros. El ajetreo propio de las mañanas no comenzaría en al menos una hora. Algunos cuantos testigos presenciaron su partida, pero para cuando empezaran a correr la voz él ya se encontraría muy lejos de la Santa Sede y posteriormente de la metrópolis.

Ya no valía la pena quedarse. Después de tres semanas de incesante búsqueda —las que aprovechó para entregar algunas de sus bendiciones—, de muchas preguntas sin respuestas satisfactorias y exámenes inútiles, estaba más que claro que no hallaría nada significativo. Era como si la oscuridad se hubiera escondido en las entrañas más recónditas de Zeneket. No obstante, si las cosas estaban destinadas a empeorar a partir de entonces, debía proceder de otra forma más agresiva.

El heraldo se detuvo en una encrucijada cuyos senderos se abrían marcha entre edificaciones de colores claros y ornamentadas fachadas. Uno de los caminos conducía a la zona oeste de la Santa Sede, hacia los parques y jardines privados; el segundo se alargaba hacia el este, en dirección al Palacio del Tribunal y el museo. ¿Qué quedaba por hacer? ¿Debía acudir a alguien? Recordó entonces a Utam, con quien ya no se encontró en los días siguientes a su recuperación. Logró escuchar por ahí que había regresado a su diócesis, localizada en la comarca de Los Cázares, muy lejos de la metrópolis. Era lo mejor, pensó, tratando de que eso lo hiciera sentir más tranquilo.

Siguió sintiéndose un tanto culpable por lo Utam con quien no tenía por qué haber sido tan duro; el hombre sólo trató de ayudarlo y de aconsejarlo y no comprendió su dolor e impotencia hasta que desapareció esa noche. «Mientras más lejos mejor», fue lo único que pudo decirse y en pocos segundos la culpa desapareció.

...

—¡Qué horror! —el guardia delegado hizo una mueca de asco que resaltó sus saltones pómulos. La pintura parecía haberse fundido con el muro del templo, de modo que destacaba con toda su terrible belleza.

Barian hizo caso omiso a su comentario. La obra era realmente perturbadora, pero el detalle, ¡rayos!, el detalle y la técnica eran increíbles, como si quien la hizo hubiera puesto el alma en ella.

Se acercó un poco más para contemplar con mayor atención la pintura. Resultaba difícil apreciarla con todos los murmullos de la gente fisgona distrayéndola. Écade se hallaba plasmada en la cúspide del muro. Los rasgos trazados imitaban a la perfección su inmortal belleza, desde los ojos espigados y elegantes, la boca de labios finos y su tercer ojo brillante; el cabello se desplegaba como sábana vaporosa a sus espaldas; los brazos extendidos recubiertos de cristales se abrían en un desesperanzado gesto; y el rostro, la expresión que habían pintado en su blanco cutis, era tan dolorosa que partía el corazón.

La imagen, que medía varios metros de altura, era trastocada por las lágrimas sangrientas que se derramaban sobre su cara, mientras su boca se curvaba en un gesto de absoluta desesperación. Pero no era eso lo que obligaba a muchos a apartar la mirada y santiguarse. Los testigos, más que contemplar a la Divina Madre, se enfocaban en la imagen que ocupaba el espacio medio del muro y era la razón de su dolor, así como el origen de muchas tragedias. Se trataba de una figura un poco informe, emborronada, como si el autor la hubiera pintado intencionalmente con trazos torpes. Aun así, hasta un idiota podría reconocer cada pieza: un yelmo astado, una capa larga, una espada alada y una armadura blanca. El final era dramático: una sustancia negra, parecida a la brea, lo envolvía hasta más arriba del pecho; las manos cubiertas por sus guanteletes tiraban con desesperación de esa sustancia en un vano intento por arrancársela de encima. Gran parte de su armadura había perdido su esplendor, carcomida por la hambrienta oscuridad.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora