96. CULPABLE

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El cansancio le pesaba al heraldo como cadenas de gruesos eslabones, metros y metros enroscados en su cuerpo que aprisionaba sus extremidades y sus órganos internos. Su pulso iba y venía, acelerándose o decayendo conforme el tirante malestar regresada por ráfagas.

Sudaba frío, pero, más allá de eso, su padecimiento no era incapacitante; todavía se podía mover y era capaz de razonar, aunque no de tranquilizarse. Sentirse así, quisiera o no, lo ponía nervioso, le hacía pensar que perdía el control de su propio cuerpo.

Tosió, paladeó su boca y la sintió seca. Se arrastró hasta el riachuelo junto al que convenientemente se había recostado la noche anterior. Estaba atento a la presencia de Saeta, que pastaba por los alrededores. Los arbustos de salvia le cubrían medio cuerpo cuando se arrodilló y fue tomando sorbos pequeños que no terminaban de satisfacerlo. ¿Había bebido ayer? ¿Cuándo fue la última vez que comió y qué pensó en ellos?

Se obligó a sí mismo a no preocuparse por ese último tema mientras se incorporaba. De pronto se quejó y sostuvo su mano inesperadamente rígida. No llevaba los guantes, por lo que pudo ver su piel tensa, los dedos acalambrados en garra y el corte fino que rajaba su dorso. La sangre jamás brotó, más que un corte, tenía la apariencia de una grieta hecha sobre porcelana, una línea torcida y oscura que, aun siendo diminuta, auguraba una calamidad de proporciones alarmantes para el enviado.

Se cubrió la herida antes de reparar en lo innecesario del gesto, pues no había nadie allí para verlo en la pradera; varios días lo separaban de la última población visitada. Bamboleándose, fue hacia las alforjas y sacó los guantes para cubrirse rápidamente esa afrenta a la vista.

—Todavía no, aún falta, sólo este día, sólo éste —la mano le tembló más por temor que por dolor. Hizo inhalaciones buscando calmar su agitada alma.

No tenía miedo, no. Se encontraba aterrado, pero no por su integridad, sino por el hecho de estar tan cerca de terminar y fracasar al mismo tiempo. El año nuevo sería en dos días y simplemente no podía derrumbarse. Se perdería las festividades y las ceremonias, que en realidad le daban igual; lo único que deseaba era aguantar hasta ese preciso momento, pese a las numerosas adversidades.

Miró hacia dónde el horizonte era cortado por el comienzo del Laberinto de Abismos, una conglomeración de despeñaderos y caídas donde ni un alma cuerda se atrevería a cruzar de noche. Ese sería el lugar, se dijo, donde esperaría hasta que el nuevo año comenzara. Sólo allí podría alejarse de la insistente presencia de aquellos que juraron seguirlo.

Antes de perderse en más pensamientos inútiles, llamó a su corcel que acudió en el acto. En ese instante una vocecilla reptó por sus pensamientos repitiéndole una idea oscura y certera: «No puedes confiar en nadie... en nadie». Lo que había pasado con Utam y tantos, tantos otros, no se debía a descuidos; algo terrible y oscuro se había estado urdiendo mientras él se enfocaba en entregar e ignoraba lo que sucedía bajo sus propias narices. Esas desapariciones no eran culpa de Dandelión ni de nadie, solamente suyas y no había nada que reparara ese error.

Con el sol ocultándose por el crepúsculo, el heraldo se preparó para ingresar al laberinto cuyas faldas quedaban a sólo medio kilómetro, pensando que quizás, sólo quizás, no debería haberse distanciado de esa forma. No obstante, si él era el foco de todo, si sus enemigos querían desmoralizarlo con cada vida apresada, se desconectaría lo suficiente para que nadie más interviniera. Nadie más que él.

Falló en su intento por ordenar sus pensamientos cuando un estrépito de murmullos retumbó en torno a él. Saeta detuvo su trote sacudiendo la crin en alerta. El heraldo se tensó en el preciso instante en el que el prado y el cielo desaparecieron. El Laberinto de Abismos se había esfumado con ellos y, en su lugar, una neblina espesa y oscura empañó su visión. Reparó en la sensación fría y familiar de sus sueños y entonces, lúcido como pocas veces podía estarlo en esa dimensión onírica, se preguntó en qué momento se había dormido.

El aire espeso lo mareó y por alguna razón sintió ganas de desmontar, pese a que ni siquiera estaba seguro de la existencia del suelo.

Culpable... —carrasposa, la voz lo llamó desde un punto libre de niebla donde un manto color gris oscuro destacaba a mitad de la nada.

Allí estaba de nuevo esa persona, envuelta en su tela que le cubría medio rostro, allí estaba de la misma forma que en Ékora permaneciendo inquietantemente inmóvil.

El enviado abrió los ojos recordando las visiones y la terrible sensación de que pasaba algo por alto. La figura retrocedió una vez antes de girarse y echarse a correr en medio de la neblina. Y él la siguió sin más, hipnotizado por su misterio y atraído por las dudas que despertaba su presencia. Estaba cerca, podía sentir su aura, débil y parpadeante, opacada por algo que no sabía explicar.

Entonces el punto oscuro que era aquella persona fue ahogado por los jirones de niebla. Por primera vez el enviado sintió que se había extraviado en un camino que había planeado para toda su vida. Se encontró preguntándose si la meta todavía era posible, si esta no era más que el resultado de su carencia de opciones, porque se había cansado de buscar otras soluciones.

Culpable...

Alebrestado, siguió el sonido de la voz, ahora más femenina, como había sido en las primeras dos ocasiones

—¿Quién eres? —preguntó, pese a no ver a nadie.

Cuando la voz se hizo oír por tercera vez, en lugar de avanzar paró con decisión. El aura del extraño brilló delante de él de nuevo, entre tiras densas de niebla, antes de que su silueta se perfilara. La bruma se abrió para que pudieran verse el uno al otro, en tanto se colaba en los pensamientos del enviado borrando sus preocupaciones y preguntas. Estaba a salvo, le hacía creer, estaba en el lugar indicado... estaba a su merced...

Un destello en el pecho del enviado espantó la extraña influencia que dejó su cuerpo con un chillido. El heraldo recuperó de pronto su lucidez y rápidamente la niebla comenzó a evaporarse en lo que él salía del sueño inducido. Despertó en el mundo real, internado en los escondrijos del Laberinto de Abismos, donde sólo se encontraban él y la persona del manto.

No temió a su presencia o al hecho de que hubiera logrado influenciarlo hasta el grado de manipular su cuerpo y su consciencia. Lo había atraído a una planicie enterrada entre elevaciones afiladas como una jaula de piedra; pero, en contra de las probabilidades, él permaneció tranquilo. En apariencia, la otra persona también mantuvo la compostura, aunque el enviado no pasó por alto sus manos temblorosas, su pequeño cuerpo, ahora más frágil y rígido, y su boca abierta con pasmo, como si acabara de cometer el peor error de su vida.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora