27. TIEMPOS DE HERALDOS Y SACROS CENTINELAS

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Una niña lloraba, estaba sola, atrapada en medio del tumulto de gente y del barullo. Su mano se aferraba con angustia al collar que colgaba de su cuello. Las personas paseaban, reían y lanzaban exclamaciones de gozo al compás de la fiesta que se celebraba: el aniversario de la fundación de la villa La Frondosa. Estaban tan metidos en el festejo que no se daban cuenta que una pequeña apenas de cuatro años lloriqueaba porque se había separado de su padre. Había deambulado durante un buen rato por varios caminos hasta llegar a una calle abarrotada, sin que nadie notara su dilema hasta que Kroz se percató de ella. Se metió entre la gente empujándola para quedar frente a la infanta, quien se talló el rostro intentando apartar sin éxito las lágrimas.

—¿Qué tienes, pequeña? —le dijo con voz afectuosa. Se arrodilló para que su estatura no opacara su diminuta figura.

La niña apartó unos centímetros las manos con que se cubría los ojos húmedos y tristes. Frente a ella estaba un chico que le sonreía con ternura, pero llevaba la cabeza cubierta por una capucha.

—No... no encuentro a mi papi —balbuceó entre gimoteos.

—Pobrecita, ¿estás perdida? —puso gesto compungido—. ¿Quieres que te ayude a buscarlo? ¿Cómo es?

—Él... es... él es alto y... y... ¡Quiero a mi papi!

El llanto fue tan fuerte que ahogó su tierna voz.

—No, no llores —dijo acariciándole los mechones lacios y cortos. Con el borde de su capa secó sus lágrimas y limpió su nariz esmeradamente. La niña respingó un poco ante la aspereza de la tela—. Lo encontraremos, no debe estar muy lejos. Ven —le tendió una mano enguantada—, lo buscaremos juntos.

La niña vaciló.

—No sé quién eres —respondió sorbiéndose la nariz—. Eres un extraño.

—Ay, sí, es cierto —tamborileó sus dedos como si se encontrara en un gran dilema—. Soy un extraño, pero eso se puede arreglar —agarró la mano de la niña; ella percibió la tibieza de sus dedos descubiertos, en tanto el muchacho la movía hacia arriba y abajo a medida que se presentaba—. Mi nombre es Kroz, mucho gusto. ¿Y tú eres?

La pequeña dudó otro segundo, pero tras ver la radiante sonrisa del muchacho se animó a responderle.

—Anelí...

—Anelí, hola. ¿Cuántos años tienes?

—Cuatro y medio.

—Pues yo quince, casi dieciséis. Listo, ¿ves? Ya no somos extraños —sonrió de oreja a oreja y la soltó—. Ahora ¿Me dejarás ayudarte a buscar a tu papá? —volvió a tenderle la mano con la misma seguridad—. Puedes confiar en mí.

Con la luz del sol dándole de lleno en la cara, Anelí examinó tímida el rostro del chico, risueño y juvenil, con un cabello rizado y rubio, cuyos mechones sobresalían de los bordes de su capucha y se enchinaban sobre su frente. Anelí, sin pensarlo dos veces, estiró su diminuta mano que aquél apretó con ternura. Kroz la hizo avanzar despacio entre la gente apretujaba en las banquetas que estaba contemplando el paso del desfile conmemorativo: pasaban desde carretas llenas de adornos florales, esculturas de madera escrupulosamente pintadas, bailarines, malabaristas, bufones y hasta un grupo de caballos danzantes.

Mientras caminaban por calles cubiertas de banderines de colores, casas y puertas bañadas con listones trenzados, la pequeña tenía muy en claro que estaba desobedeciendo rotundamente la primera regla de su padre sobre no tratar con extraños; pero quién podría desconfiar de semejante rostro.

—Sabes, yo también estoy buscando a alguien —dijo Kroz tratando de hacer conversación—. Se vuelve difícil cuando pasa mucho tiempo y no lo encuentras, te entiendo, en serio, pero no hay que rendirse tan pronto —la niña siguió callada; se le veía apocada y todavía algo recelosa—. Mmmm... ¿y pasó por aquí? —ella no entendió la pregunta—. Ya sabes, el heraldo etéreo, el hombre de blanco.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora