80. EL NIÑO DE LAS VOCES

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El día en que Feren lo conoció ya lo llamaban el niño de las voces; a los cuatro años se había ganado el mote por su extraña forma de actuar y no le sorprendía. Aunque sólo fuera mayor por dos años, hasta él podía ver que ese pequeño niño no estaba bien del todo y eso le desagradaba.

Era un niño bonito, escuchaba decir a las mujeres, con sus rasgos de muñeco y su cabello rubio y rizado, contra el que ni en sueños podrían competir su cabello ocre y sus ojos marrón ordinarios.

«¿Qué importaba que fuera bonito?», se burlaba, «si estaba destinado a terminar en un manicomio con el resto de los locos indeseados». Eso nunca le dio lástima. La actitud del niño en sí despertaba en él desconfianza: esa forma de mirar las cosas con recelo exagerado, ese temor a acercarse a otros, la constante costumbre de cubrirse los oídos y cerrar los ojos, aunque estuvieran en el más silencioso de los lugares. «Las voces», solía repetir hasta el cansancio, «Las voces nunca se callan».

No jugaba con nadie, casi no hablaba y nunca sonreía. Era una peste, un antisocial, un rechazado. ¿Quién podría amar semejante criatura extraña? Sus propios padres lo habían abandonado, dejándolo al cuidado de sus tíos quienes se pasaban los días consolándolo y tratando de calmar sus temores infundados.

En ciertas ocasiones, cuando Feren iba a jugar al parque con sus amigos, lo veía sentado en la esquina más lejana con la mirada clavada en el piso y sin interés de congeniar con nadie. Sólo sus tíos lo acompañaban, dos dulces personas de miradas amables que jamás se separaban de su lado y hacían todo para que su vida fuera feliz, aunque él niño nunca lo apreciara. Sali, se llamaba ella, alta y cariñosa, con un pelo de fuego, como en los cuentos de hadas, y ojos pequeños de pajarillo; Liner era su tío, de cuerpo poderoso, aunque de carácter noble, y un cabello casi igual de rojo, pero tirando más a un naranja veraniego.

El niño de las voces, no tenía amigos porque casi nunca salía y tampoco iba a la escuela porque sus tíos, conscientes de la actitud errática del pequeño, habían tomado la decisión de educarlo ellos mismos. Sólo en una ocasión fue testigo de uno de los famosos ataques del niño de las voces y eso bastó para que jamás se le antojara acercársele. Fue como ver a un animal histérico; se había puesto en cuclillas balanceándose entre sollozos mientras balbuceaba palabras sin sentido y se cubría los oídos ante un ruido inexistente.

Aquellos que lo conocían sabían que no tenía esperanza; se lo decían a sus tíos, pero ellos se negaban a confinarlo en un cuarto, a pesar de que con el tiempo los ataques fueron empeorando. Sali y Liner, con sus escasos recursos, tampoco podían hacer mucho por él y no tenían familiares cercanos. Solamente una vez se vio llegar a un par de extraños a su casa: un muchacho de cabello castaño y un tipo enfundado en un manto desastrado que cargaba un cayado. Fuera de eso estaban solos y a las personas no les fue difícil suponer que el pequeño era un caso perdido. Pero entonces, contradiciendo lo que una vez pareció seguro, cuando cumplió cinco años los ataques cesaron y el niño fue capaz de sonreír.

Nadie pudo explicarse su increíble recuperación, cómo de la noche a la mañana logró ser como cualquier otro infante y dejar atrás la extraña actitud que atemorizó a muchos. Los ataques rápidamente fueron olvidados; para los adultos, verlo corretear inquieto y risueño fue producto de un milagro.

Sin embargo, a pesar de su transformación, el que antes fue conocido como el niño de las voces siguió sin agradarle a Feren. La forma en que se recuperó y la velocidad con que todo el mundo lo aceptó no le pareció normal. ¿Quién podía estar seguro de que al siguiente día no volvería a ser el mismo chiquillo extraño? Todos sus amigos opinaban igual y, por lo tanto, terminaron por establecer un mutuo acuerdo: nadie simpatizaría con el fenómeno.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora