11. ENTRE TORRES, ARCOS Y PESADILLAS

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«Alarife», pudo leer el heraldo en el arco al entrar al nuevo asentamiento: una pequeña ciudad situada en la cima de una larga pendiente. Dos días a caballo recorriendo caminos terrosos y torcidos, que en un punto del trayecto se habían vuelto pedregosos, lo guiaron hasta allí. Alarife era una de las primeras ciudades que encontraría en su paso por esa comarca de Li-Bridén y ya sabía el extenuante trabajo que le esperaba.

Un traqueteo zumbador lo hizo bajar la mirada hacia la lejanía; una planicie era surcada por una locomotora colorada. Ésta, a diferencia de las que solían cruzar por los poblados más humildes o las ciudades pequeñas, no despedía ninguna nube de humo; se movía con la fluidez de una víbora deslizándose sobre una pista de hielo.

El heraldo se imaginó a la pareja de unificados moviendo con su magia el motor y los tres vagones engarzados a él, ocupados por personas de alcurnia. Ese transporte, más eficaz y veloz que los vehículos impulsados por bestias, era considerado por la mayoría como un lujo destinado para los privilegiados, pues sus costos sobrepasaban el salario promedio.

Una ráfaga húmeda sopló y le hizo perder el interés en la máquina. Estaba ansioso por encontrar refugio ante la tempestad que se avecinaba. Ya había mirado las nubes aglomerándose en discordante tumulto hacia la ciudad, nubes teñidas de morado y gris que anunciaban un intenso chubasco.

Había que apresurarse para encontrar el templo principal y hallar algo cercano al confortable descanso. Ese día, estaba seguro, no repartiría sus benditos sobres. Además de que las alforjas permanecían vacías, la hora de entregas estaba terminando con los últimos los rayos del sol despidiéndose del cielo casi por completo encapotado.

No tardaron en rodearlo pintorescas casas con techos de dos aguas, paredes claras y pórticos que daban, en su mayoría, hacia pequeños jardines. Al ir avanzando al centro de la ciudad, las edificaciones fueron creciendo en tamaño y riqueza hasta llegar a aquellas conformadas por más de cuatro pisos; aparecieron plazas y parques que triplicaban fácilmente las de los pueblos y poseían una flora que recordaba a las arboledas naturales.

La gente a veces se detenía un momento para observarlo; algunos recordaron reverenciarlo, otros sólo intentaron no estorbarle. El heraldo, montado en Saeta, cruzó calles, dobló recovecos y atravesó angostas callejuelas disimulando lo más posible el trote apresurado. La mayoría de las carretas, carrozas y personas montando le cedían el paso solemnemente mucho antes de que se acercara.

Aunque aún no anochecía, algunos negocios ya se encontraban cerrados o en proceso de hacerlo. Entonces presenció el comienzo de una riña fuera de una taberna.

—Son un montón de gallinas —balbuceó un hombre ahogado en alcohol—. Parecen niños con miedo a la oscuridad.

—Ya lárgate a tu casa, maldita sea —gritó un fortachón con una prominente barriga que era cubierta por un delantal oscuro—. Y olvídate de dar tus paseos nocturnos por aquí, no es momento de jugar a ser valiente.

Tras esa escena el resto del camino fue tranquilo. El heraldo vislumbró el templo a tan sólo una hora de trote. Al pie de la escalinata principal, el padre encargado y un muchacho que vestía el hábito blanco con mangas grises de los monjes aguardaban su llegada.

El frontispicio del templo destacó a primera vista: una regia construcción blanca cuya fachada era enriquecida por la combinación de vitrales y torres intercaladas —cuatro en total, lo que daba una idea de la dimensión de la ciudad—. Sus pináculos se alzaban como lanzas de cristal texturizado. La proporción de la construcción le indicaba que estaba dividido en tres naves, anchas y largas.

Fue recibido con el mayor de los elogios, una reverencia y el «bendito sea» acostumbrado. Luego siguieron las palabras condescendientes. El padre se presentó con el nombre de Laureano. Le sonrió, pero el gesto no le resultó convincente. El rostro del hombre se mostraba renuente a explayar por completo sus emociones y el heraldo no pudo evitar sentirse identificado.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora