6. LA FE Y LA HIPOCRESÍA

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La plaza de la Sede del Divino Sacramento se extendía frente a él: hectáreas de piso enlosado y cercado por hileras de arcos conectados que en un punto se ensanchaban formando un semicírculo inmenso. Era de día, aunque las nubes bloqueaban de tal forma el sol que sólo una luz mortecina iluminaba fragmentos de la Sede.

La distancia se le hizo eterna mientras avanzaba rodeado por una multitud que lo vigilaba con miradas voraces. Se enfrentaba al juicio de toda una legión de prelados y altos mandos de la Congregación, entre los que se hallaba el Supremo Pontífice. Había acudido también una conglomeración conformada por creyentes de todas las clases y orígenes —desde gobernantes, corteses y demás personas de noble cuna, hasta el más humilde campesino proveniente de la región más remota—, gente desesperada por descubrir la verdad del muchacho que se había presentado, de la nada, como el nuevo heraldo etéreo.

Solo, joven, inexperto, debió postrarse ante ellos y un centenar de unificados de ojos acusadores. Estos esperaban atentos el momento en que el extraño efectuara un vínculo para crear un supuesto milagro.

Miró sigilosamente a los lados, pero sólo distinguió sombras distorsionadas, como si un muro de cristal empañado los separara. Estaban ahí y a su vez eran inalcanzables.

Podía escuchar que hablaban. Las conversaciones traspasaban el invisible muro, pero le llegaban vagas y apagadas. Pensándolo bien, todo era demasiado difuso; las personas, el ruido, hasta la Sede y sus edificaciones estaban emborronadas, igual que trazos difuminados. El mismo cielo encapotado se veía extrañamente pálido.

En un momento, mientras la distancia entre él y la estatua central se cortaba, fue capaz de entender lo que la multitud decía. Los comentarios cayeron sobre él con la fuerza de una avalancha.

—Mentira...

—Farsante...

—Engaño...

Él lo ignoró, aquello no podía hacerle daño, no tanto como lo que ya había sufrido a sus quince años, pero no logró desmoronarlo.

Recorrió el resto del tramo que lo pondría a los pies de la sagrada estatua de Écade, la segunda más grande del mundo, tallada en mármol y selenita, según contaban las leyendas, por los primeros hombres en la Era Primigenia. Se trataba de una obra casi tan antigua como el propio Lázorat. A través de los siglos había sido perfectamente conservada y revelaba una historia en peligro de ser olvidada.

Allí, ante el mundo esperando que el muchacho flaqueara en cualquier momento, acusándolo, el nuevo heraldo se mantuvo firme. Bajó del corcel, se hincó en posición sumisa, los dedos de las manos unidos, frente a la imponente escultura de la que fue y siempre sería la divina creadora de Lázorat.

Entonces comenzó a orar en silencio y el mundo de pronto enmudeció con él, pero las miradas siguieron allí clavándosele en la espalda con el filo de mil dagas.

El dolor llegó a su pecho casi tan pronto como sus ojos se humedecieron. Un terrible escozor lo obligó a abrirlos de inmediato. Lo primero que vio fueron las gotas rojas que bañaban las puntas de sus dedos, pequeñas y redondas como diminutos rubís. Al pasar una palma por su pómulo comprobó que las manchas de sus dedos habían provenido de sus ojos: era sangre y no paraba de derramarse.

Algo más goteó en su cabeza y terminó por resbalar de la capucha blanca de su uniforme. Alzó la vista hacia el rostro de la escultura, pulido y brillante, y notó las mismas lágrimas sangrientas resbalando de sus espigados ojos.

La multitud volvió a alzar la voz llena de estupefacción.

—Es él...

—Es real...

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora