1. UN PESO INSOPORTABLE

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La luna llena acariciaba el valle con sus rayos de plata, mientras el viento se colaba entre las hojas de los árboles produciendo murmullos estentóreos.

El muchacho de pie en la orilla del acantilado, sereno, impasible, observaba con ojos fríos el pálido satélite en su cenit. Debajo de él se extendía una caída abismal donde una amenazante oscuridad engullía la forma de las cosas. Rastros de vida musitaban a sus alrededores, las voces de las criaturas nocturnas impregnando el aire con sus susurros aletargados. Era un canto arrullador, pero tan irrelevante como la flora dormida; todo se desenvolvía como un simple añadido que existía en torno a la luna y el muchacho.

Tras un momento de autoreflexión, el chico dirigió su vista hacia el horizonte, el punto donde una cordillera se clavaba en la tierra formando una gigantesca media luna. Una montaña especialmente colosal alzaba sus peñas hacia el cielo oscuro. Aunque kilómetros de distancia separaban al chico de la elevación, no eran suficientes como para que no distinguiera el enorme lago que, en forma de círculo perfecto, situado al pie de la montaña, relucía con el reflejo de las estrellas y el astro blanco. Incluso, si entrecerraba los ojos, podía reparar en la inmensa estatua de la Diosa anclada en sus orillas, justo donde la falda de la montaña daba su último declive a una decena de metros del comienzo del lago.

Si hubiera existido algo más de luz, habría vislumbrado los escombros esparcidos a los pies de la monumental obra, trozos que una vez le dieron forma a algo, o a alguien.

Durante largos minutos, el muchacho permaneció en esa posición, sin atreverse a desviar el rostro, como si su vida dependiera de ello. Daba la sensación de querer renunciar a todo sólo para poder quedarse así por siempre. Tomó aire en preparación y entonces se giró hacia el grupo de árboles que separaban el acantilado de una breve planicie escarpada. La luz de la luna formó un halo en los bordes de su esbelto cuerpo, convirtiendo su rostro en una máscara oscura y tenebrosa.

Se encontró con la mirada de diez sujetos que lo observaban. Se habían mantenido en silencio y ocultos en las sombras que proyectaban las espesas copas, como si temieran que su presencia fuera a romper una especie de encanto.

—Ha comenzado —dictaminó cual firme líder—. Háganles saber a todos que tomaré en cuenta su apoyo, pero que sólo deberán actuar ante mi llamado. Esta tarea debo realizarla en mayor parte solo.

Sin acortar la cuidadosa distancia que guardaban, lo reverenciaron abriendo los brazos ligeramente hacia afuera y con las palmas vueltas arriba.

—Llevaremos su mensaje —dijeron al unísono nueve voces masculinas con un extraño deje áspero.

Los brillantes ojos grises centellaron en las sombras. El muchacho no les regresó el gesto, bastó un rápido movimiento de la mano y las figuras se difuminaron, a excepción de una, la más alta de todas, cuyo único ojo relució como zafiro iluminado por el sol.

—Tú deberás asegurarte de que estas palabras en efecto lleguen a los receptores y mantendrás a raya cualquier clase de intrusión significativa ¿Ha quedado claro? —preguntó el chico con una voz más dura.

El sujeto pareció dudar unos segundos, antes de hacer su correspondiente inclinación y marcharse con un destello que iluminó momentáneamente la arboleda. El muchacho regresó entonces su atención al cielo, a la luna blanca y enorme, y en sus ojos se reflejó la determinación y el agobio propio de alguien que lleva a cuestas un peso insoportable.

...

El atardecer se perdía entre las nubes almidonadas; pronto anochecería. Aunque no le agradaba mucho la idea de hacer la entrega tan tarde, sus preocupaciones no le impidieron acompañar ese día a su esposo. Lo conocía lo suficiente como para saber cuándo se encontraba verdaderamente cansado, por lo que no estaba dispuesta a dejarlo llevar todo solo... ella. ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora