29. UNA SOMBRA EN EL CEMENTERIO

6 2 0
                                    


Al fondo del restaurante-bar estaba un hombre que sobresalía por mucho entre la clase de gente que concurría a ese lugar. Vestía muy buenas galas —un conjunto de traje y chaleco de corte largo— teñidas de colores grises y negros y adornadas con filigrana azul celeste. Estaba sentado en una de las mejores mesas en compañía de dos hermosas camareras con atrevidos escotes. Éstas, haciendo gala de sus encantos bien ensayados, lo miraban con ojos coquetos y acompañaban sus comentarios con risillas tímidas. La capa del hombre, corta y gris como el granito, colgaba de los hombros de una de las camareras abrochada con la imagen de un gorrión de acero que sostenía un círculo de cuarzo. La otra, por su parte, llevaba calado el sombrero de ala ancha que le quedaba ridículamente grande.

El hombre de rasgos poco atractivos, empeorados por una barbilla prominente, realizó florituras en el aire y, acto seguido, aparecieron, enroscándose en sus dedos, dos botones de rosas rojas. Las camareras soltaron chillidos de emoción al unísono y aplaudieron como chiquillas.

—¿Pueden creer lo presuntuosos que son los unificados? —comentó Mirna a sus compañeros que trabajaban en la barra—. Y se supone que pertenece al rango más bajo.

—¿Tendrías el valor de decirle eso en la cara? —añadió en voz más baja, Turem, su jefe, algo innecesario por todo el escándalo que surgía de cada mesa ocupada.

La mujer se hizo la valiente y se encogió de hombros petulantemente.

—Como si se fuera a tomar la molestia de escucharme. Está bastante entretenido y ya sabemos a qué vino: a presumir lo grandioso que es ser él, ¿a qué más?

Ferner, el novato, que desde el primer día venía soportando las quejas de la empleada puso los ojos en blanco. Sacudió la cabeza haciendo que el largo arete acerado en forma de punta de flecha se balanceara bajo su melena lacia y azabache.

—Sí, estamos enterados —añadió para que eso bajara sus humos. Su desinterés, sin embargo, no fue suficiente. Mirna continuó parloteando mientras servía dos tarros de cervezas a clientes cuyos comentarios comenzaban a ponerlos nerviosos.

—Los de su tipo sólo nos ven como pueblerinos fáciles de impresionar; aquellas bobas de allá no hacen más que reforzar esa creencia —limpió con coraje las gotas de cerveza que había derramado. Cualquiera se habría admirado por el modo en que expresaba su molestia en presencia de un dominador de elementos, pero todos los que la conocían sabía que se escudaba por la distancia y el ruido. Jamás hablaría cara a cara con un unificado, incluso siendo el más débil.

—Sólo déjalo ser, Mirna —le aconsejó Turem secándose las manos en el mandil descolorido—. Se irá cuando le aburra el ambiente.

—Deberías decirles a esas zorras que no lo entretengan tanto —gruñó.

—Esas zorras son tus compañeras.

Afuera un trueno poderoso espantó a unos cuantos comensales. La lluvia que se desataba afuera desde hace rato se convirtió entonces en un chubasco inclemente.

—Estupendo, otra excusa para que se quede más tiempo.

—Y parece que no parará pronto. Ferner, asegúrate que las lámparas estén bien abastecidas —ordenó Turem.

Justo iba a salir de la barra cuando la puerta del restaurante se abrió dando paso a un nuevo visitante. La música y las voces se silenciaron en el momento en que el heraldo etéreo cruzó el marco de entrada, calado de agua desde el gorro hasta las blancas botas. Se mantuvo quieto mientras echaba una mirada lenta y paciente entre los clientes y trabajadores del bar. En sus manos cargaba varios sobres blancos que, a pesar de haber sido bañados por la lluvia, permanecían intactos.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora