65. RODARÁN CABEZAS

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— ¡Aaaah!

El grito del heraldo atravesó la cortina de lianas que bloqueaban parcialmente la derruida entrada.

Se llevó la mano al cuello donde sintió el dolor que lo sacó de sus reflexiones.

—Utam —murmuró devastado mientras se incorporaba e iba hacia el hueco de la ventana. Dejó la lira en el marco erosionado soportando el peso de su cuerpo adolorido.

La mañana clareaba, el cielo daba paso a un azul suave circulado por nubes aterciopeladas, pero seguía haciendo un maldito frío. Se subió la capucha y ahí permanecieron sus manos intentando hundir más su rostro en la tela. Se sintió desesperado y abatido al mismo tiempo. Experimentó ira también, pero algo indefinida. No sabía a qué dirigirlo o hacia quién porque esa ira no era suya, le pertenecía a Utam; había manado de él y traspasado a su cuerpo como una corriente eléctrica.

Apretó los labios deseando poder arrancarse esa mezcla de sensaciones. Recordó entonces las palabras de desprecio que dedicó a Utam antes de su desaparición. Inhaló, exhaló y dejó ir ese dolor ajeno. Consiguió calmarse lo suficiente para buscar en la esquina mohosa las alforjas y la corona donde las había dejado.

Salió vestido y dispuesto de las ruinas. Haciendo un esfuerzo, ató las alforjas en Saeta que estaba afuera en donde la maleza brotaba de las grietas y rupturas del suelo. Lo que antes fuera un templo, que se levantaba a comienzos de un pueblo deshabitado, reflejaba el abandono propio de los tiempos de guerra. Pese a su decadente estado, se había convertido en un buen lugar de descanso. Era lo bastante espacioso para sobrepasar la categoría de capilla y tenía un precioso detalle. Los muros rebosaban de labrados que adoptaban formas de la naturaleza: enredaderas, flores, ramas y raíces que se entrelazaban en forma ascendente. Fracciones de legendarios coronaban sus cornisas y adornaban sus troceadas almenas; a pesar de que los años habían cobrado su precio arrasando parte de su belleza, el trabajo dedicado seguía eternizado en sus muros y techos. Era una lástima que estuviera abandonado y condenado a seguir desmoronándose hasta que no quedará nada.

«Si continúa así, seguirán abandonándolo». Las palabras de Utam resurgieron como una cruel lección. Se subió la máscara sobre sus labios resecos por el clima helado. El frío se intensificaba conforme se adentraba en las comarcas del norte; lo veía en el cambio de vegetación y la creciente ausencia de la misma, lo sentía al beber del agua de un río o arrollo que bajaba arañando su garganta. Incluso así, debía ponerse en marcha; si bien antes quedaba algo por hacer.

Dejó a Saeta pastar lo poco que sobrevivía en la tierra acumulada alrededor de las ruinas. Se orientó hacia donde las viejas edificaciones de paredes desnudas y techos inexistentes formaban una amplia calle por la que el viento circulaba con libertad.

Con una profunda inhalación, le permitió a su aura fluir más de lo normal, hasta extenderse el triple de su tamaño. Luego la acumuló en su rostro, alrededor de sus labios y tras aspirar dejó salir un silbido agudo y largo.

La respuesta consumió apenas media hora de su tiempo. Una ráfaga suave recorrió las calles poniendo al corcel en alerta; el aire acarició el rostro del enviado y rodeó su cuerpo, alrededor del cual permaneció girando como un remolino en pequeña escala. Las ráfagas alzaron el polvo y restos de hierba y hojas, pero sin que ninguna tocara al heraldo. Este miró el papel que había sostenido desde que salió. Estaba doblado y tenía escrito un comunicado hecho con su puño y letra.

—Entrega este mensaje —ordenó—, haz que llegue a todos. Y éste... —

Soltó el papel que fue tragado por el remolino. El enviado distinguió una mano, entre traslúcida y gris, tomar el mensaje y luego desaparecer con el viento que se alejó con voluntad propia.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora