100. GRADUADO

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—Diantres, te ves terrible.

La molesta voz de Zet estuvo a punto de sacar a Teonte de sus cabales.

No supo cómo, pero conservó la compostura en lo que terminaba de cerrar la puerta que momentos antes lo sacó de Penumbra. Al volverse, se encontró con los nada motivadores muros fríos del complejo.

—Enserio, tienes cara de querer vomitar —insistió Zet como si el otro mostrara interés en sus comentarios—. ¿Tan mal estuvo tu misión?

En vez de replicarle de forma ácida y cortante, como había hecho en otras tantas ocasiones, Teonte lo miró frunció el ceño y se reservó sus comentarios antes de empezar a andar. Sus pesados pasos rebotaron en las sobrias paredes, acompañados por la caminata suave y elegante de su indeseado compañero.

—¿No vas a decir nada? —lo escuchó preguntarle. La indiferencia de Teonte no parecía bastar para bajarle el buen humor.

—No hay nada que decir.

—¿Ni siquiera de lo que alcanzaste a ver?

Los pies de Teonte dieron una frenada violenta, el cuerpo vuelto un nudo de tensión que pugnaba por no sucumbir al desconcierto. Por primera vez deseó encerrarse en aquella habitación que había llegado a detestar igual que el resto del lugar. A la mierda los objetivos de Penumbra y la justicia que supuestamente buscaban; estaba hasta el cuello de sus secretos y misterios y de los extraños inquilinos que parecían conocer más de lo que algún día él sabría.

Tragó saliva conteniendo una arcada que confirmó la primera observación de Zet. Seguía sintiendo asco de sí mismo por las irregularidades que detectaba en su comportamiento. Estaba confundido por todo lo que había presenciado y lo motivaba a reorganizar las cosas que creía posibles e imposibles.

Ya era bastante difícil reconocer que lo mismo que pasó con Utam volvía a repetirse: que una de sus víctimas lograba provocarle lástima. Se trató de algo leve, ciertamente poca cosa, pero fue lástima al fin. Le frustraba el hecho de que ni siquiera había tenido tiempo de conocer a la siguiente mártir como para que algo así sucediera de nuevo.

Tal vez fue porque le había parecido muy pequeña; tenía una constitución tan ridículamente frágil que la mera acción de cargarla le hizo temer que llegara a romperse. Ella, su tarea.

—Tú misión será llevar un mensaje —fueron las palabras exactas de Yako esa noche que solicitó su presencia para darle el último encargo del año—. Se te dirá con exactitud lo que harás y la localización en la fecha programada a realizarse; hasta entonces, esperarás tu llamado. Y no me falles, Teonte —le advirtió medio en broma medio enserio—, está será una misión destinada sólo a tu persona.

Lo que tratara de decirle con eso no aclaró la relevancia de su encargo. Llevar un mensaje a un destino desconocido y regresar sin más no parecía algo para lo que fuera realmente necesario. No obstante, sospechaba que Yako se había reservado buena porción de la información.

Cuando lo escoltaron a las celdas más profundas el día señalado, él mismo comenzó a llenar los huecos y, luego de recoger a la chica, comprendió que su misión iba más allá de una simple entrega. Su «mensaje» era ella, una prisionera de la que no tenía constancia.

Durante la hora que tardaron en prepararla, estuvo todo el tiempo atento, vigilando cada movimiento de los otros sobre la muchacha, quien parecía como una muñeca que se había quedado sin cuerda. La cubrieron con vestimentas tan oscuras que lograron velar su aura indefensa y darle la apariencia de un espectro endeble.

Al cargarla de nuevo, Teonte reparó por segunda vez en lo menuda que era. Parecía una niña incapaz de provocar algún daño y, sin embargo, no cabía duda de que su final estaba cerca. El potestal de Yako apareció y trajo consigo la información de la ubicación a dónde debería moverse solo, como el segundo lord le había prometido.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora