48. FINGIR SER FUERTE

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El heraldo abrió los ojos después de apenas unos minutos. Alterado, trató de levantarse sólo para descubrir, recorrido por espasmos, que era incapaz de moverse. El simple hecho de mantener los párpados abiertos le estaba costando un gran esfuerzo.

—Enviado, enviado ¿me escucha? —la cabeza de un monje asomó por el rabillo de sus ojos, sobresaliendo entre otros dos. Era muy viejo, o quizá no tanto, su visión nublada no le permitía adivinarlo—. Vamos a ayudarlo, enviado. Ha tenido un episodio, pero lo atenderemos, haremos que pase pronto.

¿Episodio? ¿Eso era lo que creían? Se sintió aliviado, ya que eso significaba que nadie presenció el ataque y no tenía la intención de revelarlo.

Intentó tocarse el pecho, allí donde Verzel lo había rasgado, y de nuevo cayó en la cuenta de que estaba paralizado. Tuvieron que cargarlo en una camilla, ya que su cuerpo se encontraba demasiado rígido para intentar levantarlo. Mientras lo llevaban por un pasillo tenuemente iluminado, escuchó más y más voces que se sumaban en desorden. Ya no sabía cuántas personas lo escoltaban. Todo se le antojaba demasiado lejano y confuso.

—¿Alguien ya llamó al arzobispo? —jadeó el monje anciano mientras luchaba por seguir el ritmo.

—No tiene caso —respondió una monja acelerada—. Salió desde el mediodía, no volverá hasta mañana.

—Por la Diosa, en estos momentos —gruñó—. Ya no importa, tenemos que llevarlo a la sala de purificación.

—No... no...

Las voces de todos callaron por un instante, interrumpidos por el lamento del enviado que logró hacerse oír.

—A mi cuarto... quiero estar solo —murmuró entre quejas.

El desconcierto recorrió el rostro de todos.

—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó una monja joven.

—Quiere que lo enviemos a su habitación —mencionó el monje anciano que los lideraba, su semblante angustiado remarcó más las arrugas que recorrían su frente—. Enviado, no podemos hacer eso, necesita que le demos tratamiento.

El heraldo meneó la cabeza de una forma que al monje mayor, por un segundo, le pareció desesperada.

—No... A mi habitación, ¡ahora! —exclamó firmemente—. ¡Por el nombre de Écade, lo exijo! —el tono terminante de sus palabras y la decisión en su mirada fueron suficientes para que los monjes creyeran que desobedecerlo acarrearía algún tipo de castigo divino.

Al enviado no le gustaba usar esa treta, pero a veces era lo único que mantenía a raya a los adeptos insistentes.

El monje anciano tomó la palabra y los guio a la zona de habitaciones. El heraldo suspiró. Por fin, a su cuarto, lejos de la noche, de la luna y la constante sensación de estar siendo vigilado. Ahogó otro gemido y contuvo las ganas de gritar cuando la camilla se tambaleó entre los pasillos y las salas atestadas de muebles y columnas. Era buena señal que se movieran tan rápido. Necesitaba llegar a su habitación antes de que el arzobispo, con toda su excedida autoridad, lo redirigiera a la sala de purificación.

Apretó los labios para que ya no salieran más quejidos de su boca, aunque no pudo hacer nada por los temblores. Cuando arribaron al cuarto, el monje mayor se encargó de dirigirse al resto. Su voz apremiante les ordenó que recostaran al enviado en la cama con muchísimo cuidado y le quitaran la corona; luego, hablando en voz muy baja, pidió que trajeran los materiales necesarios para atender el episodio del enviado: agua bendita, paños limpios y el Libro de Rezos. El heraldo no se sorprendió de que lo hubieran desobedecido en cuanto a dejarlo solo; era su trabajo velar por su bienestar, aun cuando se los negara.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora