70. RECUERDOS FALSOS

4 2 0
                                    


Teonte todavía no alcanzaba a comprender la dinámica de los puentes oscuros. La idea, más que increíble, sonaba a locura. Para su mala fortuna, Mutenko y Altamir apenas tuvieron la consideración de explicarle lo más básico: al parecer las entradas y salidas de Penumbra estaban conectadas a los nodos de Lázorat y estos a puertas, como aquella por la que acababan de salir, escondidas en el medio natural, las cuales sólo podían ser abiertas por usuarios de magia negra. Gracias a ellas, en cuestión de minutos, podías terminar al otro lado del mundo sin mayor esfuerzo.

Más allá de eso, seguiría siendo un misterio desde cuándo era posible rasgar el entretejido de la red vital de Lázorat. Al menos hasta que alguien se decidiera a abrir la boca frente a él.

— ... Ácata, cabo Ácata.

La voz de Mutenko lo sacó de su ensimismamiento. Teonte paró a segundos de chocar con un anciano raquítico, quien lo miró hoscamente hasta que le cedió el paso. El hombre avanzó sin reparar en ningún momento en sus armaduras negras, reacción ante la que el unificado ya no se extrañó. Era la cuarta vez que el aditamento comprobaba su efectividad frente a civiles comunes. Le resultaba más fácil creer que las armaduras, gracias a un truco de las sombras, pasaban desapercibidas, como si en vez de acero y terminaciones punzantes, los cubrieran simples prendas negras. Consistía en un engaño sutil a los sentidos de quienes carecían de magia o débiles ante la oscuridad y que, sumado a las lentillas, les permitían circular como otro civil cualquiera.

Retomaron el camino. Sobre ellos los acechaban mullidas nubes, como un interminable campo de algodón, listas para dejar caer la próxima nevada. Teonte esperaba que fuera algo ligera, aunque el constante viento indicaba lo contrario. El suelo ya estaba recubierto por varias capas de nieve que se desbordaban de las banquetas y bañaban las calles imitando la misma blancura del cielo. De los techos colgaban carámbanos de hielo, finos colmillos que afeaban las fachadas de las casas.

Luego de varias vueltas y cero conversaciones, pararon frente a una majestuosa casa de tres pisos cuyo pórtico era sostenido por dos esculturas femeninas de rasgos finos. La casa de Len-krei definitivamente destacaba sobre las otras: más rica en decoración y tamaño, aunque el jardín dejaba mucho que desear, enterrado bajo kilos de nieve acumulada por días.

Mutenko abrió la reja sin tocar. Teonte no pudo adivinar si estaba o no asegurada, repentinamente inquieto por la determinación en los movimientos de sus compañeros. Cuando aquel tomó el pomo de la puerta, percibió el vínculo con la tierra y oyó el chasquido cuando el seguro fue destrabado.

Pasaron a un interior oscuro en el que bultos más negros se distribuían sin un orden determinado. Se escuchó el tic tac de un reloj de péndulo, así como el inconfundible tintineo del vidrio. Al fondo del recibidor, en donde comenzaba la sala, Len-krei los esperaba, vaso en mano y la mirada metalizada clavada en sus caras.

Ni Mutenko ni Altamir se mostraron intranquilos ante el unificado, pues era obvio que los había estado esperando. Altamir se encargó de encender la lámpara de la mesilla contigua, haciendo que la luz revelara a un unificado de edad avanzada y un aspecto descuidado; estaba en bata, el cabello grasoso y en una postura caída que le daba un penoso aire de derrota.

—¿Len-krei Delaferón? —habló Mutenko usando el mismo matiz parco de siempre.

—Olvídense de las habladurías, saben quién soy —el hombre fue cortante, inclinó el vaso y bebió. Por la mueca que hizo, Teonte dedujo que se trataba de algo bastante fuerte—. ¿Vienen de parte de él? —preguntó sin aclarar el nombre.

—Efectivamente, en respuesta al mensaje que le envió.

Len-krei apretó el vaso, incapaz de dar el último trago, así que lo dejó en la mesilla junto a una botella medio vacía. Su mirada se tornó torva mientras luchaba por ordenar sus pensamientos.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora