38. DE PIEDRA

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El heraldo detuvo a Saeta para examinar la planicie que se extendía por kilómetros y kilómetros a la redonda; ancha, espaciosa, recubierta de tonos dorados y marchitos, daba la sensación de que sus límites se unían con el cielo azul donde el horizonte tomaba forma. Había árboles salpicados aquí y allá por el terreno reclamando su propio espacio.

Ahí el frío era menos intenso, se percató el heraldo, no sabía si por la posición geográfica o porque por fin el invierno estaba dando paso a la primavera. Casi nunca le prestaba atención a esos cambios, en realidad a casi nada que no tuviera que ver con sus entregas. ¿Cuánto tiempo había pasado ya?, se preguntó. Un mes y aún seguía recordando a la monja Danubia y al nefasto obispo Bravosi; cómo éste se implicó con la magia prohibida y el terror a revelar la verdad. ¿Pero qué verdad? ¿Quién estaba moviendo los hilos para formar a unificados en la magia negra? Estaba cansado de hacerse a sí mismo preguntas que no podía responder. Necesitaba llegar a la fuente.

...

Con los rayos del sol pegándole en la cara y reflejándose en su yelmo, Yerardo, por enésima vez, llegó a la conclusión de que ser un guardia era tan tedioso como inútil. Ya era más del mediodía y no parecía que se fuese a nublar en ningún momento y mucho menos que alguien se acercara. Estaban en temporada de frío, pero las planicies Artemisas no eran reconocidas por ser un lugar muy fresco y en las tardes la luz del sol era suficiente que resultaba molesta. Al menos agradecía que el verano aún estuviera lejos. Su armadura de combate roja tendía a subir más la temperatura de su cuerpo y ni siquiera podía usar la magia para aminorarlo, ya que su compañera, armada como él, lo reprendería al instante.

Entrecerró los ojos bajo el astro que se posicionaba justo sobre ellos, golpeando sus frentes. Estaba harto de permanecer parado como una estatua, harto de tener que fingir sumisión para que dejaran de llamarle la atención, harto de su propia existencia como unificado.

En esos momentos una monja joven y obesa comenzó a subir las escalinatas que custodiaba, cargando consigo una cubeta rebosando de agua. En la mitad del tramo, probablemente debido a su mala condición, perdió piso y se estrelló de panza. La cubeta salió volando y terminó por empaparle la falda.

Yerardo apretó los labios para contener una carcajada y de inmediato se arrepintió de no haberlo hecho a tiempo. Ursea, la unificada de rasgos fuertes que lo acompañaba en ese turno de guardia al otro lado de la ancha escalinata, lo observó ceñudo manifestando su desaprobación, las manos cruzadas a la espalda.

«Si tanta lástima te da por qué no vas y la ayudas», formuló en silencio, a sabiendas de que al igual que él tampoco podía moverse de su sitio.

Ambos tuvieron que permanecer quietos mientras la monja se ponía de pie trabajosamente y tomaba el balde dispuesta a llenarlo por segunda vez. Era su labor conservar las posiciones para dejar en claro que por ahí no podía pasar quien fuera, porque ese no era un lugar cualquiera.

El Templo Madre de la Divina Asunción abría el paso a personajes importantes del mundo eclesiástico y la nobleza, aunque en raras ocasiones permitía la entrada de viajeros en busca de guía espiritual y meditación que habían peregrinado el largo camino hasta allí. Era durante estos casos cuando ponían especial atención a la seguridad, ya que como otros templos madre, más que una sede para ir a orar, era una especie de fortaleza y un lugar para realizar rituales supuestamente importantes.

Ya desde la misma entrada se ofrecía una visión de ensueño: elevados muros del blanco más puro cercaban un terreno de dos kilómetros de anchura en donde, en torno al gigantesco templo, un conjunto de jardines se fundía con senderos y fuentes decorativas; canceles dorados sellaban la única entrada bloqueando parcialmente el hermoso jardín frontal. A partir de él uno podía darse a la idea la clase de elementos con los se iría encontrando durante su recorrido: esculturas gallardas, en su mayoría de Écade, sacros centinelas, elementales y santos; árboles ornamentales, juntos a arbustos cuidadosamente podados y flores cuyos nombres no estaba interesado en recordar. El jardín del frente poseía sus propios caminos forrados de gravilla que lo atravesaban, prolongándose en la dirección de los cuatro puntos cardinales, e iban a confluir hasta una fuente de cinco niveles, cuya agua resbalaba como una sábana cristalina por cada uno de sus peldaños. Todo era belleza y verdor, pese a la época en la que se encontraban, gracias a la influencia constante de la magia.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora