113. UN PODER QUE SE RECREA

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La humedad que flotaba en el aire empapó las puntas del copete de Dandelión y una fracción de su cara. Estar tan cerca de la caída de agua resultaría arriesgado y hasta tonto para muchos, pero él se hallaba lo suficientemente familiarizado con el lugar como para no tenerle miedo. Un pensamiento infundado le había hecho sentir que necesitaba estar ahí, por lo que no se alejaría.

La Catarata del Lamento fue de los últimos lugares donde entabló conversación con el heraldo etéreo. Era absurdo pero llegó a creer que volver al mismo sitio tal vez le daría una pista de dónde se encontraba ahora.

Su aguda visión le permitió discernir muchos detalles de su alrededor en la noche: las afiladas rocas que simulaban colmillos brotando del río donde el agua se cortaba al estrellarse; la aparente infinitud de la cascada y la ausencia de alguna otra presencia aparte de la suya en kilómetros. Pero nada que lo ayudara a saber a qué punto dirigirse ahora; ni una señal de Ánakroz, quien tampoco le había prometido noticias.

Exhaló. Habían pasado ya el tiempo señalado por el enviado y seguía sin haber cambios. El agua continuaba cayendo igual de poderosa sobre las garras de piedra.

Sintiéndose poca cosa, bajó la cabeza a la par del callado.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó volviendo a pensar en retirarse.

Era obvio que no encontraría al heraldo allí, tampoco algo que pudiera reavivar su abatido ánimo. Nada más que una noche profunda plagada y el rugir de las cascadas. En ese punto la luna era un disco lejano y diminuto que se le antojaba lo suficientemente frágil para romperlo.

—¿Estás feliz con lo que ves? —habló en voz alta—. ¿Te gustan las cosas tal y como están no es así? Mientras nosotros suframos... mientras él sufra, tú estarás conforme.

Torció la boca ansiando poder hacer algo más que esperar. Dio media vuelta y entonces, como si el destino le hubiera estado aguardando una sorpresa, el estruendo de la cascada fue irrumpido por varios rugidos aún más intensos y turbadores. Del interior de la cortina líquida, una gigantesca exhalación expulsó litros de agua hacia Dandelión. Usando la mano libre, el hombre desvió el torrente fuera de su curso.

Iluminó el entorno con la punta de su cayado a tiempo de ver a cinco manchones sombríos brotar de las entrañas de la cascada y deslizarse zigzagueantes por el agua con la velocidad de una flecha. Iban en su dirección, pero Dandelión no hizo nada para esquivarlos. Los siguió con la mirada a medida que subían a la tierra. Durante unos segundos, las cinco sombras se movieron en torno él, desorientadas, planas e informes.

El hombre trató de no pisar a ninguna, aunque estás no tuvieron cuidado de rozar sus pies, lo que le produjo molestos calambres.

¿Hacia dónde? —pudo escuchar que una susurraba.

Él nos llama... —le siguió otra no tan fuerte y clara.

—¿A dónde? —se sumó una tercera, una cuarta y una quinta. Eran similares, pero tenían un leve tono que las diferenciaba entre sí: una un tanto más gruesa y agresiva, otra más suave o aguda, pero las cinco apremiantes.

Nos llama...

¿Hacia dónde?

Nos necesita.

El oeste, hacia el oeste.

Pararon y se enfocaron en una dirección como si recelaran del camino. Entonces pasaron de largo a Dandelión, hacia donde se alzaba la luna.

Por la trayectoria que llevaban, por su velocidad y la furia que reverberó en sus rugidos, el hombre presintió que el enviado estaba en grave peligro.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora