89. MÁS PREGUNTAS QUE RESPUESTAS

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La música era una algarabía de sonidos vivarachos y alegres. Situados a un lado de una inmensa fuente, el pequeño grupo de músicos tocaba sus instrumentos acompañándolos con cantos alborozados, aunque un tanto desafinados. El de la guitarra, un hombre viejo de rostro enjuto, pero mirada picarona, rasgaba las cuerdas con ímpetu mientras su compañero, un joven de complexión delgada y algo encorvado, soplaba la armónica y daba pisadas en el suelo al compás de la canción; otro sujeto casi de su misma edad, aunque de cabello rizado y esponjoso, añadía todavía más entusiasmo a la composición haciendo danzar sus baquetas en la brillante superficie de su xilófono.

La noche era agradable, rodeada de un frescor que apaciguaba las altas temperaturas de la tarde. Ocaso Gris estaba lejos de arribar a la hora del sueño; una fracción de la población se había congregado en la plaza, proviniendo de las calles estrechas, para presenciar la tocada improvisada bajo la luz de los faroles.

Los acordes le llegaron diluidos a Dandelión, debido a la distancia. Podía presumir de un oído y una vista excelentes, sin embargo, incluso desde la elevación del arco que le daba una visión panorámica; nada reemplazaba la experiencia de contemplar la ejecución de la música en primera fila.

El aire, que a esas alturas cobraba más fuerza, levantó los bordes de su manto en un sentido, recordándole la dirección que debía tomar. La música tendría que esperar, ya se había tomado el respiro que necesitaba para dar el siguiente salto.

Luego de volverse uno con la luz, apareció en un espacio totalmente distinto: una estepa constituida por una marea de hierba amarilla y susurrante. Las estrellas allí parecían aún más nítidas, sin la iluminación artificial de las poblaciones.

Escrutó los alrededores abiertos, paseando la mirada por la franja blanca que probablemente se trataba de una aldea muy lejana, hasta una elevación natural que no merecía la denominación de colina.

Una vez en sus faldas, sólo tuvo que encontrar el recoveco más hundido frente al que una fogata se resistía a extinguirse. El bufido del corcel blanco avisó al dueño de la llegada de Dandelión, quien lo encontró con las piernas cruzadas en un pedazo de tierra deshierbado, el brazo sobre la rodilla levantada.

—Estoy aquí, enviado, como lo ordenó —exclamó inclinándose para él.

Encontró unos cuantos sobres dispersos en el suelo, como si no le preocupara perder uno. Le pareció extraño que aún conservara algunos, pues probablemente ya habría pasado por el pueblo que observó en la distancia. Algo debía estar muy mal como para no haberse concentrado bien en el número producido.

Examinó el semblante del enviado, con quien no esperaba verse en tan corto tiempo. Apenas había pasado un mes desde su último encuentro y, sin embargo, tan pronto sus miradas se cruzaron momentáneamente, notó algo distinto en él. Dandelión era de las contadas personas que a veces lograban escudriñar un poco debajo de esa dura carcasa que se había construido con los años, no obstante, le sorprendió que lo hubiera detectado tan pronto: el inconfundible rastro del remordimiento.

Dandelión hizo lo posible porque su voz no delatara su aprensión.

—¿Qué pasó?

—Actúe como creí que debía hacerlo —sonó fuerte y claro, lo suficiente para cubrir ese rezago de arrepentimiento que deseaba esconder—. Actué e involucré a varios en el trayecto, incluyendo a una inocente. Ahora una muerte más se ha sumado a la lista y tres desapariciones junto con ella.

Incrédulo, Dandelión frunció el ceño. El cayado se inclinó como reflejo de su consternación.

—¿Qué fue lo que hizo?

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora