72. NOTICIAS Y RECUERDOS DOLOROSOS

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Podía sentir el aire, helado y cortante. Él lloraba y el unificado le acariciaba la cabeza como si eso alcanzara a disfrazar su sonrisa cruenta y su mirada perturbadora.

—Ya, ya —le decía palmeando con suavidad, matiz áspero, desdén en cada sílaba—. Los niños valientes no lloran.

Tembló ante los deseos enfermizos del hombre por concluir lo que empezó. El sonido de su llanto fue lo único que se escuchó, en tanto el otro pasaba a sujetarle la cabeza colocando la mano en cada lado. Y él quería decir algo, quería suplicarle que lo dejara, pero su boca sólo expulsó sonidos guturales apresados por la mordaza.

—Lo siento de verdad —mintió el unificado—, pero esto es tu culpa por nacer así y por atreverte a seguir viviendo.

Y al instante en que sus miradas se cruzaron por última vez, la azul de él en los ojos inyectados en sangre del otro, entendió que no regresaría a casa y no volvería a ver a sus padres. Las manos del unificado entonces rodearon su cuello y lo único en lo que pudo pensar fue en el daño que le causaría a todos los que amaba, a todos aquellos a quienes quería proteger.

La presión se dio y el mundo se distorsionó en un remolino; hubo golpes, furia, destrozos y terror; el mago inconsciente y luego un hombre de cabello como fuego con el pecho ensangrentado y la mirada perdida.

...

El heraldo parpadeó hacia el cielo blanco y libre de aves que lo cruzaran, donde un sol pálido daba más luz que calor a la tierra nevada.

«¿Para qué has venido aquí?», le preguntó su consciencia. «Es obvio que no vas a encontrarlo, ni siquiera estás seguro de que el hombre no está muerto ya». Evitó mirar de regreso a las casas de Andartte, iguales a tantas otras de tantos otros poblados: comunes, sobrias, simplificadas por su falta de ánimo. Había logrado repartir sin dificultades por un buen tramo y, dada la extensión de la aldea, calculó que no tardaría más de dos días en terminar a buena hora. Sus alforjas ya estaban casi vacías y podría haber acabado incluso antes, de no ser porque no consiguió que sus pensamientos lo desviaran de su primera tarea. Ya estaba atardeciendo y, en vez de apresurarse, hizo que Saeta diera una inesperada torsión hacia el sendero de tierra que salía por el extremo noroeste de Andartte.

Los aldeanos probablemente se extrañarían por su desviación, pero lograría justificar sus movimientos al entregar un sombre a la primera persona que encontrara en el camino. No le gustaba desperdiciarlas, sin embargo, al final dejó que sus inquietudes y su deseo egoísta lo guiaran.

Detuvo a su corcel cuando se topó con el enrejado viejo y descuidado. Era negro y las puertas estaban abiertas, aunque no había quien lo recibiera. Desmontó y amarró las riendas al lado de la entrada, sin ningún inconveniente porque lo vieran rondando por esos lugares. De todas formas, era una hora a la que pocos se atreverían a ir a esa clase de sitios por mero gusto.

Nada más cruzar la entrada, captó las numerosas lápidas que se extendían por todos lados, cercadas por el antiguo enrejado. Caminó siguiendo una dirección clara como si ya hubiera estado ahí hace años, aunque era la primera vez que pisaba ahí. Dejó atrás las tumbas con esculturas elaboradas, en cuyas cabezas se acumulaban puñados de nieve como denso algodón, y a las más simples y llanas que apenas sobresalían de la tierra desparramadas entre las más altas. Algunos pinos sorteaban las lápidas con sus agujas oscuras bañadas en escarcha, mientras otros árboles habían perdido todo rastro de follaje a la espera de un clima más cálido.

Se detuvo muy cerca del borde lateral del panteón donde las lápidas luchaban por no colisionar con el enrejado. Entonces fijó su vista en un par que colindaba con una tumba, en cuyo frente estaba tallada una bella mujer sosteniendo un ramo de flores. Tenían el mismo tamaño y, aunque no eran particularmente grandes —estando de pie apenas alcanzaban la altura de su cintura—, lucían un bello decorado. La del lado izquierdo tenía labrados racimos de tulipanes y pequeños colibríes que se prendían de sus largas hojas. En su centro rezaban las palabras «Tiana Límenes. Amada madre y esposa». La segunda lápida tenía un diseño de enredaderas de las que brotaba una variada mezcla de flores silvestres —campánulas, amapolas y malvas—; en ella estaban escritas en relieve las palabras «Lian Filea. Amada hija».

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora