39. EL RECUERDO DEL FUEGO

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Yerardo corrió por el campo hacia los árboles. Era un día sin nubes, las tierras reverdecían bajo un cielo azul cerúleo. Más rápido de lo que Arieta creyó posible, la silueta de su hermano, seis años menor, se fue perdiendo a medida que ganaba terreno. No cabía duda del pequeño monstruo que era, un niño con demasiada energía quien siempre encontraba la manera de escaparse y más cuando se molestaba. Esa mañana habían discutido luego de decirle que ya estaba bastante grande para andar inventando cuentos. Tenía nueve años cumplidos y mamá y papá empezaban a cansarse de sus mentiras, mientras que ella siempre se veía obligada a interceder para que el niño no hiciera rabietas. Desafortunadamente, no siempre resultaba como quería, pues a veces terminaba enojándolo más, si bien pronto encontraba la forma de contentarlo.

Nunca pensó que ese día sería diferente. Después de internarse en el huerto de manzanos, lo encontró plantado en las orillas del manantial que discurría por los terrenos traseros de su casa, más allá de las siembras. Miraba el agua con un aire de niño regañado, arrugando sus labios.

—Te van a sermonear más si no regresas de una vez —mencionó ella con toda la paciencia del mundo.

—Déjame —rezongó el niño desviando el rostro.

Arieta le sonrió con ternura y algo de tristeza. Se acercó a él y, como hermana mayor que debía dar el ejemplo, decidió empezar por hacer las paces.

—Perdón por decirte mentiroso —se disculpó—. Es que no amanecí con buen humor esta mañana.

Yerardo, como todo buen testarudo, respondió con un sonido quejumbroso.

—No tomes a mal lo que dicen papá y mamá. Lo hacen porque se preocupan por ti.

—Tú tampoco me creíste —añadió su hermano tras un respingo.

La chica no dijo nada en un comienzo, mientras se debatía entre mentirle o ser completamente sincera. Lo quería y no deseaba herirlo, pero si eso significaba tener que seguirle el absurdo juego, era demasiado. Yerardo debía aprender a controlar esa actitud desafiante o sólo le acarrearía problemas.

—Tú sabes que mentir los molesta y jugar con fuego es peligroso.

—Pero no mentí —la miró a los ojos; eran de un color maple cálido al igual que los suyos y estaban húmedos, al borde del llanto—. Juro que no lo hice. ¿Por qué nadie me cree? Yo no quemé las sábanas de mamá.

—Aja, pero estabas en el cuarto y según tú el fuego brotó de la vela por si sola hacia las sábanas de la cama, justo después de que mamá te regañara.

El niño arrugó la cara cuando entendió lo tonto que sonaba.

—Yo no lo hice —bajó la mirada hacia sus manos, específicamente al lugar donde ella había envuelto una pequeña quemadura superficial con el listón de su cabello empapado en ungüento. Fue lo primero que tuvo a la mano para darle los primeros auxilios.

Le dieron ganas de consolarlo, así que se acercó más y alzó los pliegues de su vestido rojo para agacharse.

—Regresemos a casa, hermanito —palmeó su espalda con cariño—, ya hablaremos de esto después, ¿sí?

—¡No! —con un golpe apartó su mano y se alejó. La mirada de desprecio que le dedicó fue de lo más dolorosa—.Te crees tan perfecta porque piensas que puedes arreglarlo todo. Eres la que nunca se equivoca, a la que nunca regañan y por eso te odio. ¡Te odio a ti, a papá y a mamá!

Cuando el niño se echó a correr de vuelta a casa, Arieta no tuvo ánimos para seguirlo. Las palabras la habían herido y el miedo a que fueran verdad le oprimió el pecho. Se abrazó las rodillas y miró las aguas que le regresaron su reflejo envuelto en llamas: su cabello se había convertido en una pira y de su vestido rojo no quedaban más que chamuscados restos. Una lágrima se evaporó de su rostro carbonizado.

El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora