31. UNA VOZ EN PAZ

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Había llovido muy temprano y los residuos de gotas, como minúsculos granitos de cristal, seguían resbalando de las hojas de árboles y plantas hasta dar contra el suelo húmedo. No obstante, pese al frío, el día no podía estar mejor. Las nubes habían dado paso a un día iluminado por un sol radiante y un cielo celeste que lo cubría todo hasta donde alcanzaba la vista. En el ambiente se respiraba un viento fresco y el aroma de la tierra recién mojada.

Con la brisa mañanera haciéndole cosquillas en la nuca, Ferner contempló el cielo recargado en la barandilla del cementerio. De pronto, un susurro entre las copas de los árboles llamó su atención; no hacía suficiente viento como para que se movieran y lo primero que pensó fue que se trataba de alguna ardilla que deambulaba por allí. Entornó los ojos cuando atisbó a la criatura colándose entre las ramas: una figura alargada y ondulante que sorteó hojas y madera; un par de diminutos ojos la observaron —grises como la niebla y brillantes cual estrellas—, parpadearon y desaparecieron junto con el ser al que pertenecían.

Ferner sonrió con simpatía, pero sin sorpresa.

—Vine como me dijo y sí, en efecto, hay una testigo que presencio su paseo nocturno por el cementerio —comentó aunque no había nadie pasando por la banqueta—. Me culpo por no haberla podido silenciar antes de que lo contara, pero sólo mi jefe y yo nos enteramos. Puedo encargarme de la memoria de ambos.

Una monja cruzó la banqueta. Ferner le dedicó un saludo de cabeza.

—Me enteré del caso de Zariza —añadió con más seriedad—. Conozco a esa mujer; de hecho vivíamos en el mismo complejo de apartamentos. Me imagino que algo importante sucedió ayer en la noche —aunque no recibió respuesta continuó—. No puedo evitar culparme por su triste historia.

El viento sopló y atrajo una lluvia de hojas hasta él. Ferner tomó una y la sostuvo como si repentinamente se hubiera convertido en algo muy importante.

—Yo logré salir antes porque vivía en la planta baja y vi cómo todo se derrumbó —suspiró con impotencia—. Pude haber hecho algo, sostener por unos minutos más la edificación y así evitar que tantas vidas se perdieran, incluyendo la del esposo de Zariza, pero no lo hice —índice y pulgar presionaron la delicada hoja que estaba seca y marchita—. ¿Sabe por qué? Porque temía que me descubrieran. Había un escuadrón de unificados rondando por el pueblo en esas fechas y sabía que, si me arriesgaba a usar magia y revelaba mi vínculo, no sólo mi vida se pondría en juego, sino también la de todos aquellos que tuvieron contacto conmigo —la hoja se estremeció y del centro a las orillas empezó a desintegrase hasta que no quedó nada—. Fui un cobarde y sólo me quedé allí contemplando cómo todo se venía abajo. Supongo que esa es la maldición de los que nos escondemos y mentimos: la impotencia de no poder ayudar, aunque tengamos la capacidad de hacerlo.

—No reniegues de lo que eres o has hecho —una voz le respondió. Venía del cementerio, específicamente de entre los árboles y arbustos que bloqueaban la imagen del hablante—. Has nacido así para cumplir con un destino.

Ferner dejó escapar una risita.

—Destino, dice, pero ¿no es usted quien siempre intenta escapar de él?

Hubo silencio. Antes de que Ferner pudiera arrepentirse de sus palabras, se escuchó el sonido de hojarasca causada por pasos que se alejaban. Miró apenas hacia atrás para notar un fragmento de ropa blanca internándose en el cementerio.

Ferner rio con amargura.

—Creo que lo ofendí, ¿cierto? —esta vez habló para sí mismo—. Aunque no he dicho ninguna mentira.

...

Con lo temprano que era, existían muy pocas posibilidades de que el heraldo se encontrara con alguien en el cementerio. Le ayudaba que fuera de día; podía mentir, si venía al caso, y decir que se había extraviado en busca de un lugar dónde meditar. Las mentiras siempre eran válidas cuando se trataba de esconder información inquietante.

No tardó en toparse de nuevo con la escultura de Natahel. Allí dejó de pensar y preocuparse por la lejana posibilidad de que alguien lo hallara. Sus ojos se clavaron en la mirada serena del sacro centinela con sus alas plegadas sobresaliendo de sus hombros y la alabarda firme e intimidante que contrastaba con las virtudes que representaba.

Volvió a pensar, como lo hizo la noche anterior, que hubiera sido más acertado esculpirlo con las alas extendidas. Si algo debían presumir los guardianes de la Divina Madre, eran sus inigualables alas de metal precioso.

Al menos el semblante era adecuado: templado y estilizado, como la rama que, aparentemente frágil, no sucumbe al arrebato de la ventolera. Cerró los ojos decidiendo que ese era un buen lugar para quedarse, el mismo dónde Zariza había ido a velar a su esposo.

Encontrársela ahí sólo había sido mera coincidencia, porque en ese lugar era donde las voces resultaban más fuertes. Cuando vio la vela encendida que la mujer había dejado, se agachó para apagarla en un acto reflejo, pero entonces Zariza apareció y todo sucedió sin que lo hubiera planeado. La reunión entre Yukem y ella se concretó; la joven mujer se perdonó y el hombre quedó en paz. Podía sentirlo próximo a él, percibía esa energía que manaba siempre de cada alma nueva que llamaba sumándose a sus fuerzas, alimentándolo.

Al final, las cosas no salieron tan mal, concluyó. Zariza no tenía idea de a quién vio en el cementerio o si de verdad se encontró con alguien, y ya que no corrió ningún rumor sobre Yukem, dio por sentado que lo había mantenido como un secreto para ella.

Con todo arreglado, relajó su cuerpo y permitió que la calma de ese espacio fuera rápidamente irrumpida. El ruido se hizo presente al instante, tal como en la primera noche que pasó en el Templo de Kareonte: centenares de voces que se superponían unas a otras en desordenado tumulto. No obstante, esta vez no las silencio. Las dejó fluir, les permitió que lo llenaran con toda la desesperación, tristeza, ira y dolor que emanaban. Arrugó el ceño cuando fueron en aumento y la cercanía de sus presencias amenazó con asfixiarlo. Les permitió hacerlo, porque sabía que no tenían otro lugar a donde ir ni a quién acudir. Él era su faro, su escape de un mundo que ya no los percibía.

Se sintió feliz de que, al menos, entre esas voces una había dejado de sonar. La primera que lo llamó y cuyo emisor, pudo constatar, por fin descansaba.


El Heraldo Etéreo (Parte 1 de la saga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora