Cap 1: ~Hassan~

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"SAMIRA"

                          3 de marzo de 1996

La llamada al rezo, amplificada por los altavoces que envuelven la ciudad, irrumpe en mi habitación y me despierta de inmediato. Normalmente me desperezo unos minutos antes para estar totalmente preparada; sin embargo, hoy he debido quedarme dormida. Este embarazo me está matando. Todos los días siento dolores bastante intensos en la zona estomacal y llevo unas semanas en las que me encuentro hinchada, me muevo con dificultad y los vómitos son muy frecuentes a lo largo del día. El médico me ha dicho que no tengo de qué preocuparme, que el embarazo se está desarrollando con normalidad y que todo está perfectamente, pero no paro de hacerme preguntas constantemente a mí misma porque mis embarazos anteriores no han sido así. Con Suhaila descubrí que venía de camino a los cuatro meses y todo fue bastante tranquilo hasta que nació; y con Jaul y Abdel me encontraba más cansada de lo habitual, pero nada fuera de lo común. Así que no comprendo qué es exactamente lo que sucede, pero no me encuentro muy bien. 
   
Me levanto como puedo y salgo de casa directa al patio a coger agua para purificarme antes del rezo. En mi país no tenemos agua corriente, o al menos en mi barrio, tampoco he salido mucho más allá, salvo para ir a comprar a la Ciudad Vieja. Solo sé que nací en Saná, la capital de Yemen, y que desde entonces vivo en la misma casa. Mis padres murieron muy jóvenes, cuando yo aún era pequeña. Fui hija única, me casé y la casa heredada pasó a ser propiedad de mi marido. Vivimos en un barrio humilde de Saná y, aunque no es de los más pobres ni de los más necesitados de la capital, no podemos conseguir agua de otro modo que no sea a través de la cisterna. Utilizamos el agua para cocinar y lavarnos una vez a la semana y tenemos que tener cuidado en no malgastar una gota, porque nos tiene que durar cuatro meses para toda la familia. Me agacho hasta el suelo, sujetando mi enorme barriga, cojo un pequeño cuenco para poder sacar el agua y me dirijo de nuevo a la casa. Comienzo lavándome la cara y los brazos, desde las muñecas hasta los codos. Mojo una parte de mi cabeza con la mano y lavo mis pies hasta los tobillos. Estoy lista. Me dispongo a rezar. Levanto mis manos hasta la altura de las orejas y pronuncio Allahu akbar en voz baja. Coloco mi mano derecha sobre la izquierda entre el pecho y el ombligo y miro fijamente al frente, como cada vez que rezo, musitando la oración. 
   
Al cabo de unos minutos el rezo ha finalizado. Es hora de despertar a Suhaila. Mi primera hija, la única niña en la familia. Tiene que prepararse para ir al colegio. Es todo un orgullo para mí que pueda estudiar y tenga la oportunidad de un buen futuro fuera de Yemen. Cada día me levanto muy ilusionada porque sé que va a aprender cosas nuevas, conseguir ser alguien en la vida y perseguir sus sueños. Con el paso del tiempo he descubierto que si no estudias estás perdida y que la escuela es la única vía para salir de la pobreza y de los pensamientos tan anticuados que tienen aquí. Ojalá yo hubiera podido estudiar. Ahora no sería una ignorante, sin saber leer ni escribir. Tan solo sé hablar y a veces tampoco puedo hacerlo porque mi marido me lo prohíbe. Por eso deseo que Suhaila sea una mujer libre, que cruce las fronteras, que pueda vivir por sí misma y sea feliz. Quiero que haga siempre lo que ella desee y nunca siga los deseos de otros. La esclavitud encadena la mente y el corazón, así que lo único que pretendo es que mi hija conozca el verdadero significado de la palabra libertad, porque creo que no hay nada más duro que vivir sabiendo que ya estás muerta. Me dirijo hacia la habitación donde duerme y la despierto con un beso en la frente. Enseguida se remueve y me dibuja una de sus sonrisas. Suhaila es una niña muy alegre. Gran parte de su belleza son esos ojos verdes azulados que destacan por encima de su brillante piel morena y su largo cabello. Por no hablar de la bondad que encierra en su interior. Eso sí que brilla. Mientras que Suhaila se viste, le preparo el desayuno, el mismo de todos los días: pan con crema de chocolate. ¡Cómo le gusta el dulce! Compro pan una vez a la semana y lo distribuyo para que podamos desayunar todos los días. Justo acabo de coger el último trozo. Eso significa que hoy tengo que ir a comprar más pan y alguna cosa extra para poder comer la semana que viene. Tengo arroz, patatas, huevos y especias. Comprando tan solo algo de verdura creo que será suficiente para toda la semana. 
   
—¡Suhaila! —la llamo desde el salón—. Ya está listo tu desayuno, ¡ven rápido o llegarás tarde! —A veces pierde la noción del tiempo mirándose al estropeado espejo del baño para ponerse guapa. Que si un coletero rosa, que si otro azul, otro verde… ¡Hay que ver lo que le encantan los colores y lo coqueta que es! 
   
Tras llamarla dos veces, por fin aparece por la puerta. Nada más ver sus tostadas se sienta en la alfombra. Hoy, además de los coleteros, ha añadido al peinado un par de horquillas que le regaló su mejor amiga la semana pasada. ¡Vaya! ¡Pero si también se ha puesto unas pulseras! Esta chiquilla… La vuelvo a mirar y me hace sonreír. En estos momentos estoy feliz. Feliz de verdad. Intuyo que va a ser un buen día. Le he mentido a Farid contándole que no había comida y me ha dado permiso para ir al mercado del centro de Saná, aunque tengo que estar de vuelta como máximo en una hora. ¡Por primera vez en meses voy a poder salir a comprar sola! Sola. Yo sola. Lo repito sin parar. No me lo puedo creer. No tengo permitido salir de casa sin él. Solo puedo hacerlo en su compañía. Siempre espero a que vuelva de la comisaría de policía para que me acompañe, pero él casi nunca está en casa. Suele pasar horas y horas en el trabajo o fumando qat con sus amigos, lo que dificulta que pueda ir a comprar cuando lo necesito. Ha habido días incluso que los niños no han podido comer porque no podía salir de casa. ¡Pero hoy por fin puedo hacerlo y la emoción me invade todo el cuerpo.!
   
Suhaila ya ha terminado de desayunar. Deja el plato y las sobras de pan sobre la alfombra y se pone la chaqueta rápidamente. Solo tiene diez minutos para llegar al colegio antes de que comiencen las clases. ¡Menos mal que está cerca! Le doy unos cuantos besos antes de coger su mochila del salón y un «Adiós, mamá» la separa de la puerta. Miro las migajas de pan que se mueven por todo el salón debido a la corriente, pero decido recogerlas a la vuelta de la compra, no vaya a ser que mi marido cambie de opinión y no pueda ir al mercado. No es la primera vez que sucede. Me pongo el burka, muy atenta de que no quede ninguna parte de mi cuerpo al descubierto, y cojo a Abdel y Jaul para dirigirnos al mercado, que se han despertado hace nada y aún están adormilados. Jaul tiene más de dos años y ya anda; sin embargo, a Abdel lo tengo que llevar en brazos. A pesar de que hace poco cumplió un año y ya ha dado sus primeros pasos, aún es pronto para que pueda andar tan rápido como su hermano. 
  
—Veinte minutos y llegaremos, ¿de acuerdo, chicos? —Los abrigo bien para que no cojan frío y cierro la puerta con llave. Una, dos y tres vueltas. No quiero que entren ladrones y, si lo hacen, que al menos no lo tengan fácil. 
   
Aunque el cielo está completamente azulado, el aire parece que te corta la piel. A veces odio vivir a dos mil metros de altitud, porque el viento de las colinas sopla fuertemente por cada esquina y te congela hasta el alma; pero otras miro al horizonte, veo la montaña del profeta Shu'ayb y pienso en lo afortunada que soy de poder tener estas vistas cada día. Me encanta salir de casa y pasear por Saná. Para mí es una ciudad preciosa. Me fijo en sus edificios de adobe, esa arquitectura de barro que tan bien nos define a los yemeníes. Las vecinas se asoman por sus ventanas y los primeros pucheros del día ambientan las calles. Es muy temprano aún, pero la gente lleva ya varias horas despierta. Mientras unas mujeres hacen la comida para sus maridos, otras lavan la ropa que se ha ensuciado durante la semana, para después poder tenderla y que se seque con el sol del mediodía. Las abayas cuelgan de enormes cuerdas exteriores, goteando en la tierra y marcando un reguero hasta el final de la cuesta, a la vez que los niños salen corriendo de sus casas, con sus mochilas en las espaldas y salpicándose los pies de agua. Avanzo un poco más, giro a la derecha y llego al corazón de Saná: la Ciudad Vieja, así llamamos aquí al centro. Aunque todos los edificios mantengan la misma arquitectura, la particular esencia que tiene este lugar en concreto es inconfundible con el resto de Saná. Rodeada por muros de arcilla desgastados por el paso del tiempo, sus calles lucen un especial atractivo a los turistas europeos y americanos, a quienes ves pararse en cada intersección mostrando su identificación a los soldados de la zona. El interior lo conforman altos edificios con techos planos y grandes ventanas, decorados con tallados en color blanco. «Me encantaría que mis hijos pudieran vivir en una casa así», pienso casi en voz alta. Lo más seguro es que pertenezcan a gente con dinero. Con mucho dinero. A veces las apariencias engañan, pero esta vez creo que estoy en lo cierto. Estas casas no pueden ser de cualquiera. Nosotros nunca podríamos vivir en un lugar como este. Tendremos que conformarnos con tener al menos un techo con el que poder taparnos de la lluvia y el frío. En Yemen tan solo unos pocos tienen la riqueza, el resto sobrevivimos como podemos. Dentro de lo que cabe, somos afortunados de poder ver el sol cada día. Hay otros que no han podido llegar al siguiente amanecer. Avanzo dos pasos más y me sigo impresionando como el primer día con la entrada al bazar. Es como respirar nuevos olores, redescubrir los colores y vivir en un mundo totalmente distinto. Uno de mis lugares favoritos es el Suq al-Milh, el Mercado de la Sal. Siempre que vengo a comprar aquí me acerco y echo un ojo. En este mercado, además de sal, se pueden comprar especias, frutos secos, algodón ¡y hasta plata! Hay cosas que no nos podemos permitir, pero mirar es gratis y alegrar la vista nunca viene mal. Además, ¡debajo del burka nadie sabe quién soy! Puedo tener mucho dinero o ser muy pobre, entonces los vendedores me tratan igual que al resto. 
   
Camino por las callejuelas en busca de la tienda de verduras y el olor a pan atraviesa los pequeños agujeros que me permiten respirar. Por fin hoy podremos comer pan recién hecho después de una semana comiéndolo duro. Compro cinco y ¡aún me queda dinero para un par de verduras! El día está saliendo redondo. Me pregunto si la gente podrá palpar a través del velo lo feliz que me siento por dentro. El olor de los hornos desaparece y descubro el de la madera y el hierro quemándose. Herreros y carpinteros trabajaban en la misma calle y pasar por ella se hace complicado por el hedor que desprenden los materiales que utilizan. Las mujeres más afortunadas entran a las joyerías en busca de un nuevo capricho que estrenar, mientras que las más desdichadas venden los últimos recuerdos de quienes han fallecido para poder dar de comer a sus hijos. Al fondo vislumbro lo que vengo buscando, pero una terrible punzada en la zona baja del vientre me detiene en seco. Mis hijos me miran preocupados, aunque, rápidamente, trato de tranquilizarlos diciéndoles que estoy bien. Hago varias respiraciones profundas e intento caminar. Parece que se ha calmado bastante y continúo andando con normalidad. Tras dar cuatro pasos más, vuelvo a sentir dolor. Esta vez más intenso que la anterior. Me detengo y, al querer moverme de nuevo, ya no tengo fuerzas para avanzar. Miro hacia el suelo y veo un charco enorme. No comprendo qué está pasando. Dejo a Abdel en los brazos de Jaul. 
   
—Cógelo… —le advierto—. Có… cógelo… fuerte, no… no… no lo sueltes —digo con la voz entrecortada, mientras acomodo a Abdel. 
   
Estoy nerviosa. No tengo a ningún conocido cerca de mí que pueda ayudarme y mis hijos pequeños están conmigo. ¿Y si les pasa algo por mi culpa? La bolsa de los panes se me resbala de las manos y cae al suelo. La Ciudad Vieja está rodeada de gente que me mira adivinando que algo no está bien, pero no puedo pedir ayuda. No puedo hablar con nadie. Si Farid se entera me pegará una buena paliza. Ahora estoy embarazada y no quiero que mi bebé sufra ningún daño. ¡No puedo permitírmelo! Aún tengo la herida que me hizo hace unos meses en la espalda. No pienso soportar que toque a ninguno de mis hijos. 
   
—Disculpe señora, creo que se ha puesto de parto. —Me sorprende por la espalda una mujer que no debe tener más de treinta años. 
   
Empiezo a sudar y todo el cuerpo me tiembla. Una mujer me está hablando. No estoy preparada para esto. ¿Qué hago ahora? Por un momento dudo si responder, pero rápidamente desaparece la idea de mi cabeza. «No puedes hacerlo, Samira», me repito sin parar. La mujer sigue mirando mi túnica en busca de una respuesta. Noto sus ojos fijados en los agujeros de mi burka, intentando descifrar el mensaje en mis ojos. Aparto la mirada hacia el suelo. No puede ver quién soy. 
   
—Señora, ¿está usted bien? —me vuelve a preguntar. 
   
Me pongo muy nerviosa. Solo quiere ayudarme y yo no soy capaz de responderle. Cada vez tengo más dolores y no puedo mantenerme recta. Comienzo a encorvarme y la mujer me toca el hombro. Mi voz sale a la luz sin que la pueda controlar.
   
—Yo… no se preocupe. Estoy bien —le explico en voz baja sonando poco convincente y apartándome del contacto con su mano—. Gracias. —¿Quién se ha creído que es para tocarme? 
   
—Su marido no se va a enterar de que ha hablado conmigo. —Me mira seriamente. 
   
¿Cómo? Esa respuesta me deja descolocada, no la esperaba. Me quedo callada sin saber qué decir. ¿Cómo sabe que no quiero hablar con ella por si alguien nos ve y se lo dice a mi marido? Qué extraño.
   
—Por favor, déjeme ayudarla. Podrían complicarse las cosas si se queda aquí parada —insiste—. Hágalo por el bebé que tiene dentro. 
   
Sus palabras me tocan el corazón. Hassan no se merece esto. 
   
—Está bien, ayúdeme. —Cedo ante su proposición. Tampoco tengo otra opción. Realmente necesito ayuda. 
   
—Voy a avisar ahora mismo a mi marido, que está en la zona de la herrería y la llevamos al hospital. —Parece preocupada por la situación. 
   
—No, no, no. —Niego con la cabeza—. Yo no voy al hospital. Mi marido prefiere que mis partos sean en casa —le explico tímidamente. 
   
—Vale. La llevaremos entonces a su casa. Como le decía, voy a buscar a mi marido, espérese aquí. No se vaya. Tardo cinco minutos. Todo va a salir bien. —Una sonrisa se esboza en su rostro. 
   
En cierto modo, la desconocida me tranquiliza. Suspiro. Espera un momento… ¿Jaul? ¿Abdel? ¿Dónde están? ¡Ya Allah! ¡No he prestado atención de ellos mientras hablaba con la mujer! Soy una madre horrible. Solo me preocupo de mí misma. La inquietud recorre mis venas cada vez con más intensidad. Miro por todos lados y no logro localizarlos. ¿Dónde se habrán metido? ¿Y si se los ha llevado alguien? ¿Un secuestro? No, no, no. No puede ser. ¿Los han secuestrado de verdad? No puede ser. ¿En qué estaba pensando para no estar con ellos cuando más me necesitaban?
   
—¡Hola, mamá! —Escucho cerca de mí. 
   
Es Jaul. Ufff. ¡Qué susto! ¡Están justo enfrente de mí! ¿Cómo no los he visto antes, si he pasado por ahí la mirada varias veces? Vuelvo a sentirme aliviada y tranquila a pesar del intenso dolor. 
   
—Me he sentado aquí con Abdel porque estaba cansado de estar de pie —me avisa desde el batiente de enfrente. 
   
Me acerco hasta ellos con pasos minúsculos, inspirando por la nariz y exhalando por la boca. Tan solo he caminado tres metros para cruzar la calle, pero parece que he estado corriendo un día entero. Aún así, todo merece la pena por estar cerca de mis hijos. Los minutos de espera se me están haciendo eternos. De repente caigo en la cuenta de lo que me ha dicho la mujer. «Creo que se ha puesto de parto». «Creo que se ha puesto de parto». «Creo que se ha puesto de parto». La cabeza me va a estallar. Estaba tan pendiente de no hablar con nadie que no he escuchado sus palabras. ¿Cómo voy a estar de parto? ¡Solo estoy embarazada de siete meses! Es imposible. No puede ser. Aún quedan dos meses para que nazca nuestro pequeño, Hassan. Así le llamaremos. El padre de Farid, que falleció tan solo hace un año, se llamaba Hassan, así que nuestro hijo llevará con orgullo el nombre de su abuelo. Al principio, cuando me lo propuso mi marido, no me gustaba demasiado, me parecía muy antiguo, pero ahora me he acostumbrado a él y no puedo pensar en otro nombre para nuestro bebé que no sea ese. El día que Farid se enteró de que iba a ser padre de otro niño creo que fue de los más felices de su vida. No quería tener más hijas. Estaba completamente seguro de que sería un niño y confirmárselo fue para él una bendición de Allah. 
   
Me desespero porque la mujer sigue sin llegar. Tengo que llegar pronto a casa para preparar la comida y limpiar las migas de pan del salón. Farid solo me ha dejado salir una hora y si llega a casa y no estoy se enfadará muchísimo conmigo. Intento tranquilizarme y autoconvencerme de que todo estará bien. «Cuando lleguemos a casa, Jamil nos visitará y comprobará que el embarazo sigue su curso. Yo podré hacer vida normal hasta que nazca Hassan y conseguiré preparar la comida a tiempo. No hay nada por lo que preocuparse», me digo a mí misma mientras espero impaciente. A lo lejos veo llegar a la desconocida con su marido en el coche. Es de color oscuro y, a simple vista, aparenta estar bastante sucio. Me ayudan a subir a la parte trasera del vehículo y ellos mismos suben también a los niños. La mujer me pregunta la dirección de mi casa y me pide si le puedo guiar hasta ella. La escasa conversación se apaga nada más arrancar. Unos minutos después veo la puerta de mi querido hogar. Me bajo del coche encorvada y doy las gracias a la pareja por haberme ayudado. Sin su apoyo probablemente seguiría rabiando de dolor en cualquier calle de la Ciudad Vieja. Llamo a la casa de enfrente, donde vive Jamil, para explicarle lo que acaba de suceder. 
   
—Vamos rápidamente a tu casa. Se te ha roto la bolsa amniótica —dice con cara de asombro—. Deja a los niños con mi madre. Ella los cuidará. 
   
Le miro sorprendida, sin entender muy bien qué pretende decirme. ¿Bolsa amniótica? Este hombre utiliza palabras muy raras…, pero no quiero quedarme con la duda. 
  
—¿Qué narices es eso?
   
—Para que me entiendas, la bolsa amniótica es una especie de saco que rodea al feto. Su función es proteger al bebé, de modo que cuando se rompe queda desprotegido y cualquier golpe puede provocar lesiones al niño. 
   
—¿Hassan está desamparado ahora mismo? —le pregunto. 
   
—Con esto quiero decirte que el niño puede nacer en cualquier momento. —Esto no puede estar pasando—. Podría ser ahora mismo o dentro de doce horas, pero me atrevería a decir que no va a tardar mucho —me explica mientras caminamos hacia mi casa. 
   
O sea, la mujer llevaba razón. ¡Estoy de parto! Ya Allah… Farid me va a matar.

—Pero Jamil, ¿cómo es esto posible? En la última revisión que hicimos hace una semana me dijiste que estaba de siete meses y que aún quedaban dos para que naciera el niño. —Estoy atónita. 
   
—El bebé se ha debido adelantar. Hay ocasiones en las que puede ocurrir. —Y me ha tenido que tocar a mí. Qué mala suerte tengo, de verdad—. Este tipo de partos se llaman prematuros. Solo los sufren el 20% de las mujeres embarazadas y suelen ser de riesgo. 
   
—¿Cómo que de riesgo? ¿Hassan va a tener problemas? ¿Va a nacer muerto?
—Tengo todo tipo de preguntas que hacerle. 
   
—Hay probabilidades de que el bebé pueda tener complicaciones. —Trago saliva varias veces, intentando asimilar la noticia, pero no puedo evitar sentir un nudo en la garganta y romper a llorar. 
   
—No voy a mentirte, Samira, sabes que siempre me gusta ir con la verdad por delante. Tenía que contarte las posibilidades que hay de que esto suceda, pero tampoco vamos a adelantar acontecimientos. Primero vamos a examinar cómo va todo, seguro que al final es solo una tontería, no te preocupes. —Me tumba en el suelo del salón procurando tranquilizarme. 
   
Jamil es el médico familiar. No hemos ido nunca al hospital porque él es nuestro vecino y disponemos de su ayuda siempre que la necesitamos. Su madre, Delila, es mayor que yo, pero toda la vida hemos vivido al lado y tenemos una relación muy cercana, casi familiar. Antes de Jamil, Haidar, su padre, era nuestro médico de confianza. Falleció hace un par de años, justo cuando Jamil terminó de estudiar medicina. Recuerdo aún cuando era pequeño. Siempre soñaba con ser como su padre. Y así fue. Logró cumplir su sueño gracias a una beca en el extranjero. Él le ha dado la vida a Jaul y Abdel, y ahora también se la va a dar a mi próximo hijo. Me emociono pensando en esto. 
   
—Ya he avisado a Farid —me cuenta Jamil—. Le he pedido que venga lo antes posible, que Hassan viene en camino y vamos a necesitar que esté aquí para poder echarnos una mano. Me ha dicho que justamente hoy tiene mucho trabajo, que no sabe cuando podrá llegar, pero no te preocupes, no tardará en venir y podrá estar contigo durante el parto. —Parece angustiado. 
   
Me siento sola. Nadie de mi familia está a mi alrededor. Tan solo tengo a Jamil en estos momentos tan difíciles para mí. Los dolores son cada vez más fuertes, hasta el punto de llegar a ser insoportables. Quiero esperar a que llegue Farid, pero, al cabo de unos minutos, Jamil me avisa de que no podemos demorarnos más. Le suplico con mis ojos algo más de tiempo, pero me niega con la cabeza. Somos conscientes de lo que puede significar retrasar el parto y ambos nos miramos sabiendo que ha llegado el momento. Jamil me pide permiso para levantar la parte bajera del burka. Pienso en Farid. Seguro que no le haría ninguna gracia, pero este es un momento especial. Ya me lo he quitado en otros partos y nunca ha dicho nada. No creo que en esta ocasión le importe. Además, no está aquí para verlo. Cuando vuelva todo habrá terminado, porque estoy segura de que llegará cuando Hassan ya haya nacido, como ha hecho siempre con sus otros hijos. Las contracciones no cesan. Llevan más de una hora aumentando su frecuencia, su duración y la intensidad. Me estoy enfrentando a los peores dolores de mi vida. Esto es inaguantable. 
   
—¡Ya le asoma la cabeza! —Levanta la voz y me coloca para el parto. 
   
Estoy acalorada. Parece que tengo las manos mojadas y las gotas de sudor no paran de recorrer mi frente. 
   
—¡Vamos, Samira! En unos minutos, Hassan estará entre tus brazos. Cuenta conmigo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Comenzamos de nuevo. Acuérdate de soltar el aire lentamente por la boca —me dice. 
   
Tres. Cuatro. Uff. Ahhh. Grito de dolor. Cinco. Sei… Ahhh. Vuelvo a gritar. Uno. Dos. Tres. Comienzo a empujar. «Al ser más pequeño que mis otros hijos le costará menos salir», pienso. Cuatro. Cinco. «Venga, Samira. Dentro de nada esto terminará», me habla mi voz interior. 
   
—¡Empuja todo lo que puedas, Samira! —me anima mientras utilizo toda mi fuerza para conseguirlo—. ¡Continua! ¡Vamos! ¡AHORA NO PUEDES PARAR! 
    Me agarro a la manta que tengo debajo de mí para recargar y alcanzar más fuerza. Empujo. Sigo empujando. 
  
—¡Falta muy poco, Samira! ¡Lo estás haciendo genial! ¡Sigue así! ¡Vamos! Estamos a punto de conseguirlo —dice entusiasmado. 
   
En estos momentos no pienso en nada más que no sea empujar. Empujar. Empujar. Empujar. Empujar. Y volver a empujar. Todo está pasando demasiado rápido, pero a la vez muy lento. La boca se me está secando de tanto esfuerzo, pero de repente noto como mi barriga se desinfla. Abro los ojos y la preocupación en la cara de Jamil hace saltar mis alarmas. 
   
—¿Qué pasa, Jamil? ¿QUÉ PASA? —le pregunto desesperadamente y casi ahogada. 
   
—No sabría decirt…
   
—Por favor. ¡Dímelo! —Estoy histérica. 
   
—No respira.

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