Cap 43: ~Destino indeseado~

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"SUHAILA"

21 de enero de 2008

Me bajo del avión. A pesar de que parece bastante temprano, el sol penetra a través de mi pañuelo y siento calor en la cabeza. Este tiempo me recuerda a Yemen. Mi querida Saná, cuánto te extraño. Siento que llevo meses fuera de casa y ni siquiera ha pasado un día. He estado todo el vuelo mirando por la ventana, pensando dónde estará Zaida. No se me va de la cabeza la imagen de Jamil llevándosela. Espero que los días pasen rápido y pueda volver cuanto antes a mi país. A partir de ahora, mi único objetivo es hacer lo que me digan para poder marcharme pronto y estar de nuevo junto a mi niña, aunque lo cierto es que aún no sé qué hago aquí. Esto es Madrid, según ha informado el piloto del avión. Bueno, al menos me ha servido para algo haber estado estudiando estos años español. Comprendo todo lo que la gente habla, aunque ellos crean que no. He escuchado a una mujer decirle a su marido: «mira esa del pañuelo. Viene aquí a quitarnos el trabajo, qué sinvergüenza. Seguro que es una terrorista». Ojalá le hubiera podido decir: «no señora, no soy ninguna terrorista». Me habría encantado ver su cara. Siempre quise venir a España, pero no así. Jamás me hubiera imaginado que este sería mi camino. El plan era vivir aquí con Zaida y Jamil y formar una familia, lejos de Rayhan. Un momento… ¿sabrá él que estoy aquí? ¿Habrá visto a Zaida? No lo creo. ¿Cómo iba a saber él que me iba a pasar esto? Imposible. Es que sigo sin entender nada. ¿Para qué querrán que venga a España? ¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? ¿Y qué voy a tener que hacer? Si yo no sé hacer nada. Bueno, a lo mejor me han traído para limpiar, ¿pero es que aquí en España no hay mujeres que limpien? No sé…, es todo muy extraño. 
   
Recojo mi equipaje de la cinta y compruebo que, efectivamente, estamos en Madrid. Puedo leer en un letrero: Aero… puerto… Madrid-Ba…, Madrid-Barajas, eso es. He conseguido leerlo bien. ¡Guau! Me quedo mirando a los distintos pasajeros que recogen sus maletas. Me sorprende ver lo diferentes que somos en Yemen. En Rumanía no noté tanto el cambio, claro que tampoco estaba pasando por mi mejor momento. Quizá no me fijé lo suficiente, pero aquí me llama más la atención la gente. Sobre todo las mujeres. Llevan el pelo suelto y lucen largas melenas, de colores castaños, rojizos y hasta dorados. Visten vestidos muy cortos, resaltando sus piernas, y las más atrevidas enseñan el pecho. ¡Qué descaro! ¡Si vieran esto las mujeres de mi país les parecería un insulto! Aunque, bueno, los hombres no iban a despegar los ojos de ellas. Sin embargo, aquí ni se inmutan. Cómo son las cosas… Cada uno viste como quiere, recoge su equipaje y no tiene que dar explicaciones a nadie. ¡Qué fuerte! Yo no podría vestir así… ¡demasiado arriesgado! Una mujer debe conservar su interior para la intimidad, no puede ir enseñándolo por ahí así como así, pero hay que ser respetuoso y aceptar las decisiones de otras personas. Hay muchas maneras correctas de vivir y vestir, y todas tienen que ser igual de válidas. No puedo criticar a esas mujeres por cómo visten, porque no me gustaría que ellas pensaran lo mismo de mi hiyab. Mi madre me enseñó que cada ser humano es diferente y nunca debemos juzgarlo. Agradezco todas sus enseñanzas. Aún las guardo con mucho cariño e intento aplicarlas siempre que puedo. Una palmadita en el hombro me avisa de que nos tenemos que marchar. ¿A dónde vamos ahora? Los hombres con los que he venido me sacan del aeropuerto con total normalidad. Como si nos conociéramos de toda la vida y viniéramos juntos a pasar aquí unas vacaciones. ¿Quiénes son realmente estos señores? Aparecen de nuevo las dudas que parecían haberse esfumado. Apenas tardamos unos minutos en salir y en la zona de «salidas», según pone en la puerta, nos está esperando una furgoneta de color negro, cuyos cristales también están pintados del mismo color. Todos nos subimos en ella, sin intercambiar ni tan siquiera una frase. Lo único que se escucha es una mujer hablando en un programa de la radio. El resto permanece en silencio. Nada más arrancar descubro que Madrid es muy diferente de Saná. No sé cómo será la ciudad, pero las carreteras ya son bastante opuestas. Están asfaltadas a la perfección, con decenas de señales y coches por todas partes, mientras que las de Saná tienen tierra, las indicaciones escasean y no hay tanto tráfico como aquí. A través del oscuro cristal puedo ver un paisaje que cambia constantemente. Un escenario cargado de automóviles y pitidos, una carretera con más de un carril, autobuses colapsando las salidas… Este es otro mundo distinto al mío. Cada vez voy viendo menos coches y, de repente, el bosque aparece ante mis ojos. Montones de árboles se cuelan en nuestro camino. No parece la misma ciudad abarrotada con la que me he encontrado nada más comenzar el trayecto. En apenas treinta minutos, el coche se detiene. Hemos llegado a nuestro destino, o eso dice una extraña voz que sale de un aparato que nunca antes había visto. Cuando me bajo del coche, uno de los hombres se queda dentro y el otro me acompaña para llevarme al interior de una casa. Desde fuera parece muy grande. Está situada en una parcela, similar a una finca, rodeada de matorrales. Él mismo abre la puerta, con una de las tantas llaves que lleva encima, y cuando accedo al interior todo lo que escucho es jaleo. Un jaleo tremendo, pero solo veo a una mujer sentada en un mostrador, sin nadie más a su alrededor. Enseguida se levanta y me da la bienvenida. 
   
—Hola, linda. Mi nombre es Rosy, aunque me llaman Madame. Puedes dejarme las cosas por aquí. —Hace un amago hacia su izquierda—. Mientras tanto, ponte cómoda. Siéntate en este sofá. Enseguida llegarán para contarte tu trabajo e instalarte en tu habitación —me dice. 
   
¿MI TRABAJO AQUÍ? ¿QUÉ? ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este? ¿De qué voy a trabajar? Me limito a existir y no pronunciar una palabra. Me encuentro sola con mi maleta en los pies, sentada en una silla de una casa perdida entre la maleza, esperando a que me llamen para trabajar. ¿Qué es lo que está pasando? Esta tal Rosy recibe una llamada.
   
—¿Sí? —Descuelga. Escucha lo que le dicen a través del teléfono—. Está bien. La paso dentro —responde a la persona que está al otro lado de la línea. 
   
No llevo ni dos minutos sentada, cuando Rosy coge unas llaves del cajón y me pide que la acompañe. Caminamos por un largo pasillo que se encuentra al lado de la recepción y, cuando llegamos casi al final, abre una de las puertas. 
   
—¡Esta será tu habitación! Puedes quedarte con la cama que está libre —me dice. 
   
Le hago un gesto de agradecimiento, pero no le digo nada. No quiero que sepa que hablo español.
   
La puerta se cierra y contemplo cada detalle del dormitorio. Sé que algo no va bien o al menos es el presentimiento que tengo. Ropa tirada por el suelo, unas cortinas que tapan totalmente la ventana, un armario más que descolocado y varias camas pegadas a los laterales de la habitación. Todas están deshechas, excepto la que creo que es para mí. ¿Pero cuánta gente duerme en esta habitación? Las paredes están pintadas de color rosa. La pintura está ligeramente desgastada y hay manchas de color blanco por todas partes. El olor es un tanto desagradable y la bombilla amarilla que hay medio descolgada en el techo no para de parpadear. No me gusta nada este lugar. Me da miedo. Cuando termino de examinar todo lo que mi vista logra alcanzar, vuelvo en mí. Me había quedado embobada y ni siquiera me he quitado el abrigo. ¿Qué hago aquí? ¡Por favor, que alguien me explique qué está pasando! ¡Me voy a volver loca! Cuando me giro para sentarme en mi cama, supongo, descubro que hay una pared completamente llena de espejos.

—¡Qué susto! —digo en voz baja. Creía que había alguien y simplemente era mi reflejo. 
   
A través de él veo cómo de repente alguien entra, sin cuidado alguno. Son dos hombres. Muy, muy altos y con muchos músculos. Me giro para saludarles, pero no me dan la opción. Me tumban en la cama y comienzan a quitarme la ropa. 
   
—¿Qué hacéis? ¡DEJADME EN PAZ! —Mierda, les he hablado en español. ¡NO, NO, NO!
   
—Mira, si habla español y todo… ¡pero bueno! Qué bien nos vas a venir, guapetona —me dice dulcemente el de los ojos azules. 
   
No paro de moverme. No quiero que me quiten mi ropa, no quiero que me dejen desnuda. No quiero que invadan mi intimidad. Otra vez más no… ¡Menudos cerdos! ¡Todos los hombres son iguales!
   
—¡Estate quieta, hostias! —me ordena el mismo. Ya no parece tan cariñoso. 
   
A pesar de todas las patadas que les doy, me acaban quitando la túnica. Cuando lo consiguen, me dejan de sujetar. Me levanto desesperada de la cama y solo llevo puestas las bragas. Nada en la parte de arriba, salvo el hiyab. Me tapo inmediatamente con las manos. Noto cómo mi cara está ardiendo. Seguramente estoy rojísima ahora mismo. ¡Qué vergüenza! Encima me miran y babosean. No sé qué hacer. Solo quiero esconderme. Es imposible. ¡No hay donde meterse! Tiro de la sábana para cubrirme con ella mientras siguen burlándose de mí. Estoy muy enfadada, pero no voy a llorar. No lo voy a hacer. Seguro que les gustaría verme así. 
   
—Ya puedes ir quitándote el pañuelo ese que llevas en la cabeza. A nuestros clientes no les gustan los velos. ¡Eso para las novias! —Se ríen entre ellos—. ¿Entendido? —Les miro y niego con la cabeza. 
   
—No —repito con la voz. 
   
—¿Cómo has dicho? —No esperaba mi respuesta.
   
—He dicho que no me lo voy a quitar. —Me tiemblan las piernas. Estoy aterrorizada. 
   
Se miran entre ellos con una media sonrisa torcida. Uno de ellos me da un bofetón que me tira al suelo y el otro me levanta la cabeza unos centímetros cogiéndome del pelo con una mano. 
   
—Mira, guapa —se acerca hasta casi rozar mi cara con la suya—, tú ahora eres mía y vas a hacer lo que yo te diga. ¿¡ESTÁ CLARO!? —me grita tanto que me llena de saliva. 
   
No me rindo y me niego a contestar su pregunta. ¡No me va a quitar el hiyab! ¡Es mi identidad! ¡Mi religión! No lo voy a permitir. Él no es nadie para decirme lo que tengo que hacer. Estoy cansada de ser siempre la esclava de todo el mundo. 
   
—Está bien. Tú te lo has buscado. No lo has querido por las buenas, pues vamos a hacerlo por las malas —dice poniéndose en pie. 
   
Me pega una patada en el estómago que me deja sin respiración. Me hago un ovillo en el suelo de puro dolor y antes de que pueda reaccionar se inclina y me arranca el hiyab a la fuerza. ¡NO! ¡NO! ¡NOOOOO! Las lágrimas luchan por salir. 
   
—Así funcionan aquí las cosas, y tú las estás experimentando desde el primer día. No todas las chicas aprenden tan rápido —dice tirando al suelo el hiyab. Le escupe y después lo pisotea con rabia. Sus ojos azulados me miran con desprecio. 
   
—Ahí tienes varios conjuntitos —me explica mientras señala el armario—. Tendrás que usarlos todos los días. Son tu uniforme de trabajo, así que no te andes con tonterías, que nos vamos conociendo. El horario es de cinco de la tarde a cinco de la mañana. El resto del día podrás dormir o hacer lo que quieras dentro de la casa. No se permite salir al exterior. —Hace una pausa—. Si valoras tu vida y la de tu hija, grábate a fuego en la cabeza lo que te acabo de decir. Bienvenida a tu nuevo hogar, cariño. —Se aproximan a la puerta—. Ah, y toma estas cuchillas. ¡Depílate, guarra! 
   
¿Conjuntitos? ¿Horario de cinco de la tarde a cinco de la mañana? ¿No salir de la casa? ¿Cuchillas?
   
—¡Solo estoy aquí por mi hija! No he hecho nada malo. ¡Tienen que creerme! Dejadme salir, por favor. Debo regresar a Yemen —les pido desesperadamente aún tirada en el suelo. 
   
—Si quieres ver a tu hija tendrás que trabajar aquí con nosotros, tal y como hacen el resto de mujeres. Los vuelos no son gratis desde tu país hasta España. Los hemos pagado nosotros por ti. Tampoco es gratis el transporte para llegar hasta esta casa ni los papeles para tu visado o el pasaporte falso. Nosotros te hemos prestado el dinero para que puedas venir a España, pero ahora tienes una deuda con nosotros, y tendrás que estar aquí hasta pagarla —me explica el de los ojos azules. 
   
Se marchan dando un portazo en la habitación. Me han dejado sin nada. Me siento desnuda. No solo por fuera, sino por dentro. Ahora sí que rompo a llorar. ¿Qué he hecho para merecer este castigo? Me rindo. No puedo más. Estoy agotada. Me arrastro hasta el borde de la cama y, haciendo un enorme esfuerzo, consigo tumbarme encima. Me pongo a pensar en todo lo que he perdido en tan solo unos días: mi hija, Jamil, mi ciudad, mi hiyab, mi documentación, mi dignidad… ¿Qué es eso de que tengo una deuda con ellos? ¡Todo lo pagó Jamil! ¡Él me dijo que todo corría de su cuen..! Espera un momento… No puede ser… No puede ser… ¡No puede ser! No me lo puedo creer… ¿Cómo he podido ser tan crédula? ¡JAMIL ME HA VENDIDO!

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