Parte 3

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Durante aquellos días había hecho por no ver a Pablo con todas mis fuerzas. Lo había tenido fácil porque sus padres, que no iban nunca a ningún sitio, habían decidido hacer ese año un viajecito al extranjero y volvieron para la última semana de agosto. Hasta el día antes del final de las vacaciones no lo vi. Ese día era inevitable porque las familias habían quedado para almorzar en la playa. Aunque lo que había pasado ese día no lo sabía ni Ángela porque era otra historia, una que evitaba contarme hasta a mí misma.

El penúltimo día de vacaciones quedamos para comer en un restaurante muy caro con vistas a la playa. Yo había intentado sentarme lo más lejos posible de él, pero tuve mala suerte, qué le iba a hacer, y caí justo enfrente. Suponía que no era la única persona del planeta a la que le ocurrían esas cosas o tal vez yo fuera gafe. Me senté y lo miré, solo me devolvió la mirada una vez. No volvió a hacerlo en todo el almuerzo o miraba la comida o miraba el móvil, a saber qué traería entre manos. Cuando acabamos de almorzar mi padre preguntó a los mayores: "¿la penúltima?" Yo miré a mi padre que me tendía un billete de veinte euros. 

Así que María, Pablo y yo nos fuimos a la heladería. Cuando llegamos Pablo dijo la frase más larga que le había oído ese verano: ¿Otro helado de fresa? Yo le contesté "claro", con la misma naturalidad con la que el sr. Clooney decía "what else" en el anuncio del café. Obviamente él no se inmutó, seguro que ni me miró. María me quitó el billete de las manos y fue al mostrador de la heladería. En los diez minutos que tardó en volver estuvimos hablando, pero yo no recordaba ni una palabra.

Después estuvimos sentados allí sin apenas hablar por lo menos una hora, porque la penúltima era siempre más que eso. No fue algo incómodo. No sabía lo que había sido, bueno sí, agradable. Lo realmente incómodo es tener que hablar sin parar para que no haya silencio, para no oírte pensar y para que no te oigan los demás. Cuando nos despedíamos se acercó mucho a mí y susurró en mi oído: ¿otro helado, mañana? Yo volví a responder lo mismo como un disco rayado.

Al día siguiente, nunca he sabido el porqué, mi madre se levantó con la decisión de marcharnos y recogimos todo tan rápido que no dio tiempo ni de despedirnos de la pandilla del verano, aunque a mí eso me daba igual, siempre lo evitaba. Con decir que almorzamos en casa después de poner dos lavadoras, creo que se entiende la velocidad a la que salimos. Los padres de Ángela hicieron lo mismo, así que tenía que haber algún motivo, pero yo ni me enteré, tampoco me importaba mucho.

De Pablo tampoco me despedí, no es que eso hubiera servido de algo. No habría pasado nada. Tampoco le mandé un mensaje, yo entonces no tenía móvil, mi madre consideraba que no tenía edad para tenerlo, aunque ese era solo uno de una larga lista de motivos. Después de eso me puse tan pesada que fue mi regalo de Navidad y obviamente también el de Ángela. Esa noche me quedé dormida llorando, estaba segura de que nunca lloraría tanto como ese día. Tal vez tenía razón, no solo por lo que había pasado sino porque comprendí que las cosas nunca saldrían como yo esperaba. Habrá quien piense que era una exagerada y una pesimista y que solo tenía catorce años y... Seguramente habría más motivos. En ese momento yo no encontraba ninguno y solo pude llorar hasta donde me acuerdo.

A mis catorce años yo acababa de hacer un descubrimiento: los cuentos de hadas nunca terminan bien en la vida real, solo en el papel o en el cine. Además yo no había leído ningún cuento de hadas que dijese: Había una vez una princesa que iba por la vida medio dormida o medio despistada, que un día tropezó con el príncipe azul y ella lo besó, o fueron los dos, o tal vez todo fuese un accidente y después de eso nunca más se vieron. Colorín colorado el cuento se ha acabado.

Puede que no fuese una princesa preciosa, como las de todos los cuentos. Puede que no estuviese dormida del todo, solo atontada. Puede que no hubiese un final feliz para este cuento. Quizás el final realmente feliz fuese éste, la princesa siguió con su vida y no tuvo que esperar a darse cuenta de que el príncipe la había besado porque sí y en realidad pasaba de ella.

En esos tiempos estaban de moda las reescrituras de cuentos de hadas, para dar una visión más feminista, más igualitaria. Mi madre nos había comprado algunos de esos libros para que María y yo fuéramos chicas independientes, seguras, valientes... Y tal vez tenía razón. Quizás fuera hora de cambiar la historia. Ya estaba bien de princesas destronadas, pobres, huérfanas o con madres incompetentes, de las que lloran, sufren y están en apuros a todas horas. Quizás era hora de que nos comportáramos como el príncipe.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora