Parte 11

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—¿Listos para el primer día de instituto?

Sin esperar respuesta mi madre nos deseó suerte y nos recordó que no nos metiéramos en líos. No valía la pena, supuse. Era el último año, me parecía mentira llevar tantos años allí, se me habían hecho largos. Este iba a serlo aún más y para acabarlo de arreglar ahora teníamos a este chico en casa. No sabía en qué momento le había parecido buena idea a mi padre cargar con él.

Las chicas decían que no podía decirlo en serio. Una parte de mí estaba encantada, de verdad que sí. Era el chico más guapo del mundo. Tenía unos ojos pardos muy grandes y su pelo castaño claro tenía mechas más claras por el sol, nunca lo había visto rapado o con el pelo muy corto como la mayoría de los chicos del instituto. Lo llevaba un poco más largo que el resto de los tíos, no largo como una melena, sino descuidado, desaliñado, casi como un surfista y era lo que parecía.

La otra parte de mí, la sensata, no estaba nada contenta. Era el primer chico que me había gustado y no sabía ni que yo existía. Ahora tenía al enemigo en casa, literalmente. Una cosa era disimular en verano cuando nuestros padres quedaban para comer en el chiringuito o para cenar en algún restaurante o en el patio de nuestras casas, pero esto era un desastre. Sobre todo me mataba la idea de ser esa clase de chica, la que está pillada por un tío que no se da cuenta ni de que ella está ahí y sufre todo el rato, como en una telenovela.

Yo no era un cliché. Tal vez si me lo repetía dejaría de serlo, claro que por qué iba a tener tanta suerte. Ángela insistía en que yo podría acabar gustándole, pero eso era imposible. Por mucho que yo lo deseara mi vida nunca sería como una novela.

—Hola chicas —gritó Clau, prácticamente en mi cara, haciéndome salir de estos pensamientos mientras se acercaba. Ella vivía en mi misma acera, solo nos separaban cinco casas.

—Este es Pablo —lo presenté sin mucho entusiasmo. Ella no lo conocía en persona, porque se había quedado en el pueblo con sus abuelos hasta el día anterior por la tarde. Bueno, lo conocía porque había visto alguna foto suya y, sí, lo sabía cómo lo sabían los de la pandilla. La primera semana de septiembre siempre era la de contar cómo nos había ido el verano y la de las lamentaciones, por supuesto.

Con ella venía Carlos, su mellizo, aunque todos los llamábamos los gemelos. Siempre habíamos estado juntos. Carlos tenía amigos, pero estaba mucho tiempo con nosotras. Hacía todo lo que Clau decía, ella era cinco minutos mayor así que no había discusiones. Los dos se parecían mucho, tenían los ojos negros y el pelo muy oscuro un poco encrespado, con unas ondas grandes que no llegaban a ser rizos. Salíamos juntos de casa y algunos días de la semana su padre los recogía y pasaban la tarde con él. A veces también fines de semana, aunque ya cada vez menos, porque preferían estar en la zona. Los presenté a los tres.

—Hola, bienvenido —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja y dándole dos besos.

—Hola —contestó con timidez.

De inmediato supe que aquello iba a ser una epidemia.

En la puerta de mi casa estábamos los cuatro y mi hermana. Después nos íbamos a recoger a Ángela y a su hermana que vivían en la avenida principal.

En la puerta del centro se iba juntando el alumnado. Todos muy puestos, muy guapos, muy repeinados como si los hubieran sacado de una revista o de una serie para adolescentes, como si hubieran quedado para tomar algo un viernes por la tarde. Íbamos entrando según los cursos, pasaban lista y los tutores se iban llevando a sus alumnos a las clases correspondientes.

Llegaba nuestro turno. Había tres segundos de bachillerato. En el de arte habría querido estar Bruno, pero su padre se negó y lo obligó a coger el de ciencias. Venía muy distinto, más delgado y con un aspecto triste, pese a al tono dorado de su piel y a las mechas más claras en su pelo, fruto del sol.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora