Parte 2

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Ángela no necesitaba más, ya sabía de qué iba la historia. Lo conocía desde pequeña porque sus padres y los míos quedaban de vez en cuando. Con unos ocho o nueve años se mudaron a la playa, fue más o menos cuando los míos compraron la casa. Nos veíamos solo en verano, jugábamos juntos en la arena o el patio de nuestras casas. Siempre lo pasábamos bien, era muy buen niño.

Con unos diez u once años volví del verano pensando que era el niño más guapo que había. Ese verano o el siguiente los padres de Ángela vinieron un fin de semana, como hacían todos los años, y decidieron comprar una casa en "la urba", como la llamábamos. Sabía que sonaba pijo, muy pijo, en realidad era solo algo infantil que habíamos empezado a decir ya ni se sabía.

Era un niño muy guapo, no solo porque yo lo pensara, tenía unos bonitos ojos pardos, el pelo castaño claro y unos labios que formaban una bonita sonrisa. Además era de esa clase de gente con la que es fácil sentirse a gusto. De mayor se había ido volviendo más callado, pero cuando hablaba no decía estupideces. Siempre contaba algo interesante. Sabía mucho de muchas cosas diferentes, aunque no era un repelente, no hablaba como si estuviera dando un discurso. Era alguien que tenía cosas que decir, sin embargo la mayor parte del tiempo estaba en silencio y eso lo hacía mucho más interesante.

Con trece él tenía su grupo de amigos, porque vivía allí, a veces coincidíamos y charlábamos donde nos encontráramos, en el chiringuito o en la playa. Siempre había sido fácil charlar con él. Con catorce años tropezamos en la heladería y a partir de ahí nos distanciamos.

Aquel verano tres años atrás todo se había estropeado sin remedio. Llevábamos un par de días en la playa y mi padre había bajado hasta la arena para decirnos que era hora de volver. No llevábamos los móviles que mi madre y la de Ángela nos prestaban a veces, y a mi madre estaría a punto de darle un infarto. Nos llevaba de vuelta a casa para merendar y ducharnos porque íbamos a salir a algún lado. Se había hecho un poquito tarde y al pasar por la puerta de la heladería, que estaba a espaldas del paseo marítimo, le pedí un helado. Mi padre nunca decía que no, si hubiese sido mi madre había puesto mil excusas, pero en cuanto había dicho "por favor" y había juntado las manos dijo que sí.

Habíamos entrado en la heladería, que ha seguido siempre igual, decorada como una caseta de pesca. En las paredes había colgadas redes viejas en las que permanecían atrapados peces plateados y estrellas de mar. También había estanterías de madera con forma de barquitas, repletas de tarros llenos de chucherías y virutas de colores con las que decoraban los helados.

Ángela había pedido un helado de turrón y yo uno de fresa. Era curioso siempre comprábamos lo mismo, los dueños nos veían entrar y sabían lo que íbamos a pedir. En vez de quedarnos dentro, eso habría sido lo mejor, habíamos salido y, en lugar de sentarnos en las mesas de fuera, habíamos empezado a andar para recuperar algo de tiempo. Mi padre se había encontrado con un conocido, cuando iba a buscarnos, y había estado charlando con él. Ese era otro problema de mi padre, conocía a demasiada gente y hablaba hasta con su sombra. Estábamos saliendo de las mesas y justo donde comenzaba el camino de los eucaliptos, precisamente allí nos los encontramos de frente. Era imposible no parar a saludarlos.

Nuestros padres se estaban dando un fuerte apretón de manos y unas palmadas en los brazos, Ángela iba entre mi padre y yo y se había quedado allí en medio, por suerte era la única que lo había visto todo. Mientras los padres se saludaban, nosotros nos habíamos acercado para darnos dos besos. Quizás fuera por mi torpeza y mi descoordinación habitual, o tal vez porque Pablo era zurdo, había tropezado con algo o con él. No lo sabía. Esa parte la tenía muy confusa.

Con el tropiezo no había girado la cabeza y probablemente por el susto él tampoco. No sabía qué habíamos hecho, nos fuimos de frente y pudimos chocar las cabezas o las narices, pero no. Lo peor de todo había sido que tuve la sensación de algo, no sabía qué. Para colmo de males, la tarrina de helado rosa había chocado con su camiseta turquesa con un dibujo de una tabla de surf, con mi vestido amarillo y acababa de caerse a mis pies salpicándolo todo.

Cuando lo había mirado tenía una pequeña sonrisita en la cara y yo no sabía si era por el azoramiento que me entró, por lo torpe que era, por el beso accidental o por todo junto. Había tenido que haber muchos momentos vergonzosos a lo largo de mis 17 años y dos meses, pero como ese ninguno.

Si Ángela no hubiera estado allí, yo quizás habría podido llegar a la conclusión de que eso no había ocurrido jamás, de que solo me lo había imaginado. Con el tiempo quizás habría sido solo una fantasía, algo que nunca sucedió y que era imposible que pasara en la vida, pero pasó, esa era la verdad.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora