Parte 51

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El día siguiente lo pasamos prácticamente juntos. Por la noche. Había quedado con algunos amigos suyos y me invitó a ir. A mi madre no le hizo ninguna gracia. Nos dejó salir a María y a mí con la condición de que tenía que recogerla antes de las 11:30 delante de uno de los hoteles del paseo. Cuando llegaba el verano tocaban pequeñas orquestas en las terrazas de esos establecimientos, pero esa noche había una celebración y la hermana mayor de una de sus amigas cantaba en un grupo.

—A las once y media os quiero en casa y ten cuidado.

—No te preocupes que seguro que cuando lleguemos ya se lo han bebido todo.

—¿Qué dices? —Mi madre y Pablo estaban igual de sorprendidos.

—¿Cómo se te ocurre decirle eso a tu madre? —me recriminó cuando nos alejamos un poco.

—Yo qué sé, se me ocurrió. No te preocupes porque mi madre desconfía de tus amigos y de los míos. A los de la pandilla les tiene unas ganas...

—Bueno, es que en tu pandilla hay alguna gente...

—Claro porque tus amigos serán unos santos, lo mejorcito de tu antiguo colegio.

—¿Qué dices? Claro que no.

Antes de salir le dije a mi madre que habíamos quedado todos para ir a comer a una hamburguesería que estaba cerca del paseo, donde iban muchos jóvenes. En realidad habíamos quedado con ellos más tarde. Así que aprovechó para contarme cosas y darme más detalles sobre sus amigos.

Sabía cómo los había conocido y que las cosas que les habían pasado les habían unido más. Me parecieron buena gente, aunque tenía claro que no tenían mucho en común con Pablo, podría apostar a que no tenían mucha idea de lo que él hacía, del conservatorio, de la música. Este chico era como una pieza de un puzle, una que no sabes dónde encaja, porque era muchas cosas y algunas de ellas contradictorias.

Mientras paseábamos hasta el hotel para recoger a María, íbamos cogidos de la mano y dándonos besos. Para otros eso podría ser algo cursi o ñoño o incluso de chiquillos, para mí aquella noche lo era todo, lo significaba todo. Miré hacia los eucaliptos, a sabiendas de que los árboles no estaban solos, a sabiendas de que no era verano. Me parecía entonces el mejor de los paisajes y comprendí en ese instante que para mí la pregunta no era dónde o cuándo, la pregunta era quién.

El domingo casi a mediodía me acerqué con mi madre a casa de Pablo. Me sorprendió que me invitara a ir, porque iba en calidad de aprendiz. Miramos la casa desde la acera de enfrente, un chalet de los años 70, ridículamente grande, como a ella le gustaba decir, en una buena parcela, con un jardín bien cuidado con dos grupos de palmeras pequeñas. Aunque lo que más llamaba la atención desde fuera era la enredadera, que subía por la fachada de la casa y descansaba en una pérgola de la que colgaban racimos de flores lilas. Una vez dentro se veían un par de arbustos cerca de las ventanas. A mi madre le gustó que estuvieran plantados de ese modo, porque al caer la tarde las flores blancas, que estaban cerradas, se abrirían y la brisa perfumaría la casa con el suave olor de la dama de noche. Tenía razón, pude recordar lo agradable que me resultó cuando llegué. Todo fue perfecto aquella noche.

Metros cuadrados, cocina, baños y todo lo que dicen los agentes de las inmobiliarias. Aquella casa era una buena vivienda, debió costar mucho en su día y esperaba que mi madre lo hiciera bien. Comencé a entender aquello que le había oído decir alguna vez sobre vivir en una jaula de oro, en una casa que no es tuya, en no ser independiente. Sobre todo porque ella sacó de nuevo la conversación, para explicarme que nadie debía darte a elegir entre el amor y los sueños, porque cada vez que una mujer hacía eso retrocedíamos muchos años de golpe no solo nosotras sino la sociedad entera. Llevaba razón. A veces nos creemos que lo hemos conseguido todo y que no hay que seguir en la brecha y ese es un tremendo error, pero yo entonces no lo sabía, no quería saberlo.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora