Parte 45

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—Vaya —soltó con una expresión seria.

—Sí, llego un poco justa, es que había mucho tráfico y el autobús no avanzaba. —Seguro que no se había fijado ni en lo que llevaba puesto. Lo único que le importaba era que llegaba más tarde de lo que le había dicho, solo le faltaba reñirme.

Dentro del salón de actos, los alumnos estaban buscando sus asientos. En nuestra fila ya estaba sentado un chico más pequeño que nosotros, un poco gordito, al que le costó la vida decirme que se llamaba Víctor. Yo le di dos besos, más bien puse la cara y lo miré con esa sonrisa falsa que tanto nos gustaba en La Rosaleda. Pablo no le dijo nada, así que intuí que tenía que saludar al grupo que ya estaba sentándose. Un chico bastante corriente con unas gafas y un corte de pelo que recordaba a Harry Potter y dos chicas. Una morena de ojos negros muy mona, que llevaba un vestido negro muy corto y que parecía ser algo más que amiga del de las gafitas. El grupo lo completaba una rubia con una larga melena y unos ojos verdes impresionantes, su vestido era de punto, largo hasta los pies y dejaba poco a la imaginación. Los tres iban bien vestidos, bastante pijos, ropa cara y de marca y abrigos largos que les daban un aspecto romántico.

Marta, así se llamaba aquella belleza salida de una pasarela, me saludó con una frialdad polar y me sorprendió su habilidad para preguntarme lo que quería saber, dónde vivía y algunos datos más. Cualquiera que no viviera en mi barrio tal vez se habría molestado o habría pensado que esta chica trabajaba para el Ayuntamiento haciendo el padrón, pero yo sabía perfectamente lo que quería saber y se lo dije. No tenía nada que ocultar. Le expliqué que Pablo y yo éramos compañeros de clase y que vivíamos en la misma urbanización y no sé porqué no le di el número que te piden para hacer el borrador de la declaración de la renta. También omití algunos detalles, ella no los necesitaba y a mí no me hacía falta incriminarme.

Por algún motivo, no le había bastado con ver el cartel de pija que yo llevaba en la frente, ni mi actitud de político en campaña. Por algún motivo que yo desconocía, la gente me miraba y yo por primera vez en mi vida era plenamente consciente de que no lo hacían con odio. Bien pensado cómo no iban a mirarme si ese vestido era ideal, conclusión no me miraban a mí, miraban el vestido.

Lo mismo se repitió cuando terminó el concierto y me presentó a Enrique Cáceres, su profesor. Él sí me pareció extrañamente cordial. Después de unos diez minutos de conversación nos hicimos unos cuantos selfies delante de los carteles que anunciaban el concierto. Esto iba a ser desagradable, sobre todo cuando mi madre y nuestros compañeros de instituto los vieran, pero en lugar de llegar las notificaciones habituales me sorprendió que me enviase las fotos solo a mí, mientras esperábamos la cena, y la verdad me gustó. Él sabía que yo compartía pocas cosas personales y por lo que yo sabía él tampoco lo hacía.

El momento más temido llegó. La gente empezó a salir y nosotros también. Comenzamos a pasear por las calles del centro, era una noche agradable. En otras circunstancias lo habría disfrutado y mucho, aunque en aquellos instantes me sentía como un preso al que van a ajusticiar. Me hablaba de varios bares y debí decirle que sí al primero que me pareció, que al final resultó ser un restaurante mexicano, otra vez. ¿Por qué no acabamos en la pizzería de al lado? ¿O en alguno de los bares típicos? ¡Qué rabia! Una vez sentados se fue a pedir a la barra. Alguien debía sacarme una foto para un diccionario ilustrado y acompañar al adjetivo incómodo/a.

—¿Cerveza? —le pregunté muy bajito.

—Sí, me he acostumbrado desde que estuve en Polonia.

—¿Y no te piden el carnet? —Hasta donde yo recordaba Pablo tenía 17 años.

—Ventajas de ser alto. —Se rio. Mira que gracioso, nunca había sido bajito, pero el estirón lo había dado en primero de bachillerato porque el verano anterior no era tan alto, aunque era cierto que entonces tenía 15 años.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora