Últimamente empezaba a pensar que octubre era como el jueves, un mes que estaba ahí en medio. No era importante. El curso había empezado y las vacaciones, fueran cuales fueran, quedaban demasiado lejos. Quince días de curso ya eran demasiados y pensar en lo que quedaba era insoportable, tanto como para sumergirse en un libro o para empezar a divagar. Mirando el libro que tenía en las manos me pregunté si la vida imitaba al arte mucho más de lo que el arte imitaba a la vida. Una idea tan complicada no se me había ocurrido a mí. Isabel había explicado en una de sus clases, sin venir a cuento o eso me había parecido a mí, la paradoja que Óscar Wilde había enunciado y yo le estaba dando vueltas de más. ¿Era mi vida la que se parecía a las novelas que leía? O, y esto era más probable, ¿hablaban las novelas de gente real, de personas corrientes, y lo que les ocurría a esos personajes podía pasarnos a cualquiera?
Yo deseaba que fuera así, porque empezaba el mes y estábamos metidos de lleno en la rutina. Clases todos los días. Los martes por la tarde academia de inglés. No era una casualidad que fuera ese día. Me había costado muchísimo convencer a la secretaria de la academia para que nos metiera en ese grupo a Ángela y a mí, así vería a Pablo lo mínimo e imprescindible. Habría sido peor tener academia los miércoles, que era el día que nos tocaba en principio.
Pablo y yo coincidíamos en el camino de ida y vuelta y en el recreo. Comíamos todos juntos casi siempre, menos cuando una de nosotras se quedaba en casa de las hermanas Martínez. María pasaba las tardes con Alicia, porque eran muy amigas y porque desde pequeñas habíamos intentado estudiar juntas y no podíamos. Ella se parecía mucho a papá y no solo en el físico. Los dos tenían el pelo rubio con mechas de distintos colores y los ojos de un azul cielo. Eran guapos y lo sabían. En el carácter también se parecían mucho, los dos eran divertidos y bromistas y eso estaba muy bien cuando no tenías que estudiar.
Los viernes por la noche mis padres seguían con la costumbre, que habían hecho fija el curso anterior de salir al cine, a conciertos, a cenar, solos o con amigos, a veces incluso tenían algún compromiso de trabajo. A excepción de algún viernes en el mes, mis padres no se quedaban en casa.
Por las mañanas a la hora del recreo nos gustaba sentarnos al lado de las pistas de baloncesto, que estaban en un lateral en frente del gimnasio, allí iba poca gente y había unos escalones en los que nos podíamos sentar y charlar. Un miércoles por la mañana cuando estábamos desayunando, Clau, con su energía habitual, empezó a hablar. Al parecer estaba pensando en algo que la traía muy entretenida y que tenía toda la pinta de ser una buenísima idea.
—Deberíamos hacer algo más que estudiar, yo estoy harta de estar todo el día sentada.
—¿Qué propones? —le contestó Ángela
—No sé, hacer algo de deporte. Vamos a engordar. —El año pasado y el anterior hacíamos pádel un par de veces en semana. Habíamos tenido algunos monitores, aunque ninguno como Mario.
—Este año no tenemos monitor —comentó Nerea. Ella no era socia, pero podía venir a las pistas y a los cursos si la invitaba un socio y pagaba la mensualidad.
—Y todos sabemos el porqué, ¿no vas a decir nada, Lucía? Tu madre lo despidió. Dile que contrate uno tan guapo como el que teníamos.
—Lo despidió la comunidad porque había quejas de los vecinos, yo no tuve nada que ver. —No me hacía gracia que contasen esa anécdota delante de Pablo.
—Sí, quejas, lo echó porque tonteaba contigo.
—No tonteaba. —Eso era una forma muy suave de decir lo que todos suponían.
—Sí que tonteabais y mucho —apuntó Carlos descubriéndome, porque yo no era inocente del todo.
—Estaba todo el día diciendo lo bien que jugabas, el estilo que tenías... Hasta cuando perdías un punto, lo habías perdido con arte —sentenció Clau.
—Pufff, eso se lo diría a todo el mundo, ese chico tonteaba hasta con su sombra y faltaba a las clases y dejaba a la gente plantada. —Ay, había cogido carrerilla y había dicho más de lo que debía.
—¿Y por eso tú pasaste de él? —preguntó Nerea.
—No pasé. Se empeñó en dejarme una raqueta para el torneo porque decía que la mía estaba mal y no era verdad, estaba perfecta. —En primavera se hacía algunos años una especie de campeonato en las pistas de la urbanización.
—Bueno, ganaste con tu raqueta —intervino Carlos.
—Además quería tomar un café contigo —dijo Ángela riendo y pestañeando con gracia.
—Pufff, ya estamos otra vez.
—Es un decir, a lo mejor tenía algo que contarte.
—Bueno, era solo quedar, no tenías que comprar un adosado y un perro —Claudia lo dijo riéndose tanto que nos tuvimos que reír.
—Se lo diré, pero no porque me sienta culpable...
—Deberías, de todas formas tú no sabes lo que es eso. Tu madre lo mandó a Siberia por ti y no te dio pena. ¡Qué lástima, habrá perdido el moreno que tenía! —soltó Claudia poniendo los ojos vueltos.
—A tu madre no le va gustar ningún novio que tú tengas, será mejor que te hagas a la idea —sentenció Ángela muy seria.
En ese momento yo podía haber dicho mi frase, pero Pablo estaba allí y no hacía falta que supiera lo que yo pensaba de los tíos en general y de Mario en particular. De todas formas, una cosa había quedado clara, daba la impresión de que mi madre estaba siempre en todas partes. Había una leyenda urbana que decía que sabía todo lo que ocurría en la urbanización. Lo de la raqueta fue una tontería y en realidad mi madre se enteró porque yo se lo conté.
Delante de todos yo mantenía que no sabía por qué tenía tanto empeño en dejármela y en quedar para tomar algo. En el fondo yo lo sabía, claro que sí y una parte de mí quería tomarse ese café, la otra no quería y fue la que ganó. Así que un par de horas antes de lo acordado fui a la garita, busqué a Antonio y le pedí que se la devolviera porque yo no iba a poder, le escribí una nota y todo. Lo que no podía recordar era si la había dejado o no porque me puse nerviosa. La verdad de las verdades era que para él tontear era como respirar, solo un juego y yo no quería ser un juguete. Estaba segura entonces y lo estaría dentro de muchos años, no me iba a echar de menos.
Claudia llevaba razón en eso de que era mono, pero tal vez ella sabía menos que yo de Mario y puede que ninguna de las dos lo conociera realmente, nada más allá de que estudiaba para ser profesor de Educación Física y estaba con un master o algo así, por lo que tenía unos años más que nosotras. En todo aquello había un detalle que siempre me llamaba la atención, nunca nos llamaba a ninguna por nuestro nombre. Siempre nos decía chiqui, niña, cari y cosas por el estilo. Hasta don Emilio se tomaba la molestia de aprenderse todos nuestros nombres y tenía muchos más alumnos que él. Para ser claros, aquello era solo un truco para no cometer errores que podrían ser embarazosos. Fuera como fuese no hacía falta saberlo todo, aunque yo lo sabía.
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Deep Blue ©
Roman d'amourLucía desea que el verano antes de empezar el último año de instituto le sirva para decidir que estudiar y comenzar a planificar su participación en el blog literario que organiza su profesora. Sin embargo su padre decide acoger durante el curso a...