Parte 14

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Una de aquellas tardes, me había entretenido y llegué un poco justa de tiempo. Mientras me cambiaba en el vestuario, escuché a algunos de los compañeros que iban a las clases hablando con Mario y le preguntaron por qué no nos llamaba a ninguna por nuestro nombre. Tengo que confesar que yo también tenía curiosidad, no podía ser por mala memoria, porque los nombres de los alumnos sí los sabía.

Dieciséis años casi diecisiete, me faltaban unos tres meses, no son ni muchos ni pocos, estaba crecidita, lo suficiente como para saber que escuchar detrás de la puerta estaba mal, muy mal, peor que mal, pero soy curiosa, siempre lo he sido. Escuchaba muy atenta, podía distinguir esas risas y voces que ponen los tíos cuando fanfarronean, me parecía tan interesante que no podía dejar de hacerlo. En ese momento yo era el niño de Único testigo, el que veía un asesinato a través de una rendija de la puerta del excusado y del reflejo en el espejo del lavabo.

La respuesta me dejó de piedra. Alguna vez en "momentos íntimos, muy íntimos", a esto habría que ponerle muchas comillas, había dicho el nombre de la chica equivocada, sobre todo momentos íntimos con su novia, ¿novia? ¿qué novia? Yo no sabía nada de ninguna novia. Y entonces lo entendí: los tíos eran como los zapatos, todos hacían daño.

Sin saber porqué, me di cuenta de lo guapo que me había parecido hasta ese momento. Me di cuenta de que el alma se me había caído a los pies. Necesitaba contar hasta diez y respirar. Era muy importante no olvidarse de respirar en una situación así y salir unos minutos después, con aquella faldita de pádel azul marino, que las chicas me convencieron para comprar y que llevaba debajo un pantaloncito mínimo con un bolsillo lateral para la pelota. Lástima que la cara de ingenua no me la vendieron con el modelito. Así que empecé a calentar sin pensar en nada más que el partidillo que íbamos a jugar aquella tarde y luché cada punto como una muerte súbita en Roland Garros.

Quizás aquel había sido uno de mis mejores partidos. Me merecía la ensaladera y la vajilla entera. Cuando salí las chicas notaron que estaba muy callada, pero creían que era por el esfuerzo que acababa de hacer. Mientras yo pensaba en cómo iba a decírselo. Por aquellos entonces Clau nos mandaba audios y pantallazos de las novelas que se estaba leyendo, sobre todo de los pasajes más subiditos de tono y de las escenas de más de dieciocho. En ese momento supe que no podía decirles nada, no podía decirles que nadie diría nuestros nombres.

A menudo había pensado que hacerse mayor consistía en ir enterándose de cosas que tal vez nunca habríamos querido saber, porque hacen que dejemos de creer en ese mundo de fantasía y colorín, que se va desvaneciendo poco a poco con el paso de los años. Cuando miramos por el ojo de la cerradura o escuchamos detrás de la puerta, cuando descorremos solo un poco la cortina o leemos palabras que no iban dirigidas a nosotros solo estamos acelerando el proceso y lo único que podemos hacer es guardar el secreto. Cada cual tiene que descubrir las cosas a su debido tiempo.

Después de todo no había sido para tanto. No había sido a coste cero, porque como mi madre ha dicho siempre "el coste cero no existe", pero se acercaba bastante. Así que cuando mi madre lo despidió por las quejas de algunos vecinos, no lo sentí demasiado. Y sí, era solo por las quejas porque llegaba tarde o dejaba a la gente plantada, al fin y al cabo los rumores a mi madre siempre le habían resbalado.

Al final decidimos quedar por nuestra cuenta para entrenar un poco, porque se trataba de eso, de hacer algo de ejercicio y de pasarlo bien. Y sí, la faldita volvió del fondo del armario.

Cuando yo ya no recordaba aquella conversación en el patio del colegio, un viernes por la noche decidimos no ir al club social, porque llovía mucho. Sabía que no era excusa, pero aquí llovía tan poco que cuando ocurría no se quedaba y asunto terminado. Así que Pablo llegó a casa del conservatorio y nos encontramos en la cocina.

Deep Blue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora