Capítulo 50

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Fey Le Brune

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Fey Le Brune

Caminé y la luz se hizo cada vez más tenue. La silueta de la mujer se volvía clara con cada paso que daba. Tenía su mano extendida hacia mí, su mirada suave me recorría el cuerpo y de ella salía una energía blanca repleta de paz y bondad. No había ni una pizca de maldad en su ser. Parecía que no conocía ese concepto. Tomé su mano suave y entonces su imagen fue nítida.

Las leyendas que se contaban en Pardas siempre dejaban en claro que la belleza de la hija de los dioses era descomunal y era por esa razón que se presentaba como una lechuza. No había mujer en el mundo que se pudiera igualar a ella. Su hermosura no solo era física, sino que también era mental y espiritual. Nadie conoce a la diosa Eliette en persona a excepción de los Albas, pues se decía que ella solamente revelaría su verdadero ser al alma más valiente, feroz y compasiva. Eliette solamente podía transformarse frente a la persona más rota que su delicado corazón sentía cerca. Yo nunca me consideré una persona rota hasta que la lechuza que tanto me guió a la muralla y a Asher había dejado atrás esa forma para revelarse ante mí como una mujer castaña de vestido blanco como la nieve de las montañas y con una corona de margaritas en la cabeza. Su piel bronceada era lisa y se veía tersa, me tomaba de la mano, pero yo solamente podía fijarme en sus ojos amarillos. Mi asombro y temor se reflejaban tan bien en ellos que parecían un espejo. Eliette me sonrió delicadamente con sus labios rosados y de inmediato sentí la cálida temperatura de mis lágrimas sobre mis mejillas.

—Mi niña, no temas.

Detrás de ella había un árbol dorado y torcido sin hojas. Ese árbol era igual de dorado que el Ílino e irradiaba luz del mismo color. La luz de la luna no era capaz de alumbrarnos tanto como ese árbol.

—Tú... ¿Tú me estuviste guiando todo este tiempo?

Afirmó lentamente y con su dedo índice tocó una de mis lágrimas. Volvió a sonreír, dejó caer mi lágrima hacia el césped desde la punta de su dedo y de ahí nació una margarita.

—¿Qué es lo que te aterra tanto, Fey?

Su voz delicada y encantadora era un eco que se desvanecía poco a poco. Era más alta que yo, así que tuve que alzar la cabeza para mirarla frente a frente.

—¿Por qué me lo quitaste? —No hubo reacción—. No pude salvar a nadie... Tú me diste el don más poderoso del mundo y me lo quitaste cuando más lo necesitaba. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que hice mal para que me lo arrebataras? No entiendo. Me guiaste a la muralla, querías que Asher y yo nos conociéramos, después hiciste que Ezra encontrara a los Albas y... Me has estado guiando todo este tiempo, pero... me quitaste la única cosa que me hace útil en esta vida... ¡Mis padres murieron por lo que hiciste!

Alzarle la voz a un dios era un sacrilegio, pero la desesperación me controlaba. Me importaba una mierda que la diosa Eliette se revelara conmigo, muchos darían la vida por ello, pero yo solamente quería respuestas.

Lluvia de cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora