Capítulo dos.

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La mañana era soleada, el cielo estaba despejado y se podía observar el lago desde el segundo piso, que era donde yo estaba. Una lágrima cayó, balanceándose por mi mejilla.

Había pasado un día desde que se fue, y  ya dolía muchísimo. La soledad la podía palpar desde que se había ido hacía unas horas y no había conciliado el sueño en toda la noche. Realmente lo extrañaba, y no podía entender cómo es que no habían más alternativas.

Pudo haberme llevado con él. Pudo habérmelo advertido antes. Pudo haber confiado en mi

Todo había cambiado radicalmente, el chico llamado Adam había sido un total dolor en el culo. Luego de lo dicho en el sillón este había tomado mi brazo y obligado a subir a mi habitación, los demás rieron en el acto, y les entendía en cierto punto.

Ellos no me conocían, no sabían de lo que yo era capaz, ni lo mucho que odiaba que alguien ajeno a mi me diera órdenes, ellos realmente creían que yo seguiría los mandados que ellos hicieran, y qué equivocados estaban.

Mi carácter era complicado, siempre lo fue.

Luego de la muerte de mi madre las
cosas habían cambiado para mal, y a pesar de que me aferré a Zoe y a mi padre, las cosas no eran igual, yo no las sentía igual, porque
la risa de la mujer más bondadosa del planeta ya no se escuchaba, y sus cuentos de dormir no los oiría más.

Mi padre hizo una excelente labor, aunque fue demasiado. Consintió y mimó cada capricho desde que ella murió, supongo que lo hizo para no tener que lidiar conmigo y todo mi drama
personal.

No lo culpaba por eso, el mundo en el que nos movíamos no permitía las debilidades, muchísimo menos las muertas de tristeza.

Había tenido veintiséis niñeras, y todas habían renunciado. Ninguna soportaba estar más de dos días conmigo cuando era más pequeña y era comprensible.

Me dirigí hacia mi armario, el cual era bastante grande, y elegí alguna prenda. Iría a visitar a Zoe hoy. Ella realmente ayudaba en todo mi dolor y me comprendería mejor que cualquiera.

El sol de california daba por toda mi ventanilla, logrando que el sudor comenzara a correr por todo mi cuerpo, debían de hacer unos cuarenta grados afuera y no pude odiarlo más. Detestaba el sol.

Mi padre solía decir que cuando tenías frío bastaba con colocarte una frazada, tomarte una taza de té, y colocar una estufa. Pero el calor no había forma de pasarlo, ni con agua helada.

Momentos. Los momentos que había tenido con mi padre podrían haber sido fácilmente unos diez el último año, él no estaba la mayoría del tiempo. Suspiré, tocando el reloj que había dejado en la encimera de la mesa seguramente antes de irse, era de oro blanco y sabía que aquello le había costado unos buenos millones de dólares. Dinero que para él, no era difícil de conseguir.

Mi padre estaba posicionado dentro de los cuatro mafiosos más buscados de América y del mundo. Y yo no podía estar más avergonzada de ello.

Saqué mi pijama por mis brazos, quedando desnuda de la cintura para arriba.

Libertad.

Lo que más amaba, lo que menos tenía.

Era increíble, todo lo que quería lo tenía, todas las cosas que yo pudiera pedir se me entregaban en el casi mismo segundo que las exigía. ¿Pero y las emocionales? A nadie le preocupaba eso, ya a nadie parecía interesarle aquello.

—¡Mierda! — oí decir a alguien atrás de mí, pegué un salto al escuchar tales maldiciones, al darme la vuelta grité como una niña pequeña y metí mi cuerpo al armario, dejando mi cabeza y mis pies a la vista.

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