Capítulo 35

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Tomé aire y abrí el sobre.

"Querido Incordio"

Me detengo, yo no era un incordio, era un ángel, bueno, a veces, o eso creo, tal vez sí lo era... Definitivamente la carta era para mí.

"No sé cómo empezar, nunca sé cómo empezar, no es la primera carta que te escribo, pero definitivamente es la primera que llega a tus manos.

¿Me ayudas con el comienzo? Por primera vez en tres años quiero que alguien sepa lo que pasó, lo qué sentí, la parte oscura de mí que todos se niegan a ver, pero que yo ya he aceptado. Soy un asesino, yo soy el culpable de su muerte."

Hago una pausa, dejo de leer, pero no alzó la mirada, no quiero ver a Connor y que lea mi expresión, quiero terminar de leer antes de juzgarlo, quiero darle la oportunidad que el resto del mundo parece haberle negado: la de explicarse.

Tengo miedo, de alguna extraña manera tengo miedo de lo que voy a leer afecte mi forma de ver y percibir a Connor Foreman. Tengo miedo de que su declaración sea cierta y sea un asesino, tengo miedo de que él traiga mi pasado a mi presente y arruine mi posible futuro. Estoy aterrorizada.

Cierro los ojos brevemente, tomo aire. Sé que él está mirándome, sé que él sabe que acabó de leer su afirmación, sé que es un momento decisivo para ambos. Tal vez sea el momento de su redención o de su total destrucción.

Vuelvo a abrir los ojos y veo las letras ante mí sin leerlas. Aunque no quiera, debo continuar, debo dar el paso que Connor quiere dar, y la única cosa que no sé es que esperar de lo que descubriré

"El cielo lloraba, abundantemente, sus lágrimas llegan a mí y se mezclaban con las mías. El cielo lloraba por ella.

Era ese paisaje de película, ese que solemos ver a través de una pantalla, pero yo no lo estaba viendo a través de una pantalla, yo era uno de los protagonistas, de esos que están con las manos en el bolsillo de su abrigo negro, de esos que ven como baja el ataúd de uno de sus seres queridos, ese cofre de madera que luego será cubierto de tierra.

Era mi culpa, el que ella estuviera allí era mi culpa, yo le había quitado la oportunidad de vivir, había reducido su tiempo, había terminado con su vida.

Tenía quince años, Helena tenía quince años y un futuro prometedor en el canto, yo le quite su voz, yo apagué su voz.

Una semana antes de que el cielo llorara por Helena, estábamos en el auto, la radio apagada, con ella siempre estaba apagada, de alguna forma ella se volvía la música y no necesitábamos nada más sonando en el auto. Ella hablaba sin parar sobre su nuevo profesor de canto, de lo atractivo que era y de la paciencia que tenía cuando ella no escuchaba lo que decía solo por estar observándolo.

Era divertido escucharla hablar y que de repente estuviera cantando una canción que hace poco había lanzado su cantante favorito, el entonces no tan famoso Christopher McGree. Esa noche le había prometido que en cuanto lograra hacerme conocido en el mundo de la música como productor musical, iba a conseguir un contrato con él y presentárselo.

Estábamos llegando a nuestro sitio favorito de comidas rápidas, ese que contenía las hamburguesas con más tocineta que alguna vez te hayas imaginado.

Estacioné en la calle del frente como tantas veces. Nunca lográbamos conseguir un lugar en la misma acera donde se encuentra establecido el lugar.

Cruzamos la calle aun riendo, yo con las manos hundidas en el abrigo, no aguantaba el frío, la primavera puede ser una temporada del año muy lluviosa.

El PianistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora